Solemnidad de todos los santos/B
(Ap 7, 2-4.9-14; 1Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12ª)
Es muy bella la visión del Cielo que hemos escuchado en la primera lectura:
el Señor Dios, la belleza, la bondad, la verdad, la ternura, el amor pleno.
La fiesta de todos los Santos (1 noviembre) y la conmemoración de todos los
difuntos (2 noviembre) vienen a ponernos delante de los ojos la realidad del más
allá. Más allá de la muerte, la vida continúa para cada uno de nosotros. Hemos sido
creados para vivir eternamente con Dios en el cielo, que será una gracia de Dios y
un premio a nuestra libre respuesta positiva. Cabe lógicamente la respuesta
negativa por nuestra parte que nos apartaría de Dios para toda la eternidad. Eso es
el infierno, donde no podremos amar nunca más.
Pero el plan de Dios es llevarnos consigo al cielo. La fiesta de todos los santos nos
habla de esa felicidad preparada por Dios para cada uno y para todos. A veces
pensamos que la santidad es hacer cosas extrañas, y no es así. La santidad es
sencillamente ajustar nuestra vida a la voluntad de Dios. Dejarle a Dios que él vaya
haciendo su obra en nosotros, no interrumpirle. Colaborar con él en la misión que
nos encomienda. El pecado consiste precisamente en preferir la propia voluntad y
capricho ante la voluntad de Dios.
Es muy bella la visión del Cielo que hemos escuchado en la primera lectura : el
Señor Dios, la belleza, la bondad, la verdad, la ternura, el amor pleno. Nos espera
todo esto. Quienes nos precedieron y están muertos en el Señor están allí. Ellos
proclaman que fueron salvados no por sus obras —también hicieron obras buenas—
sino que fueron salvados por el Señor: “La victoria es de nuestro Dios, que está
sentado en el trono, y del Cordero” ( Ap 7, 10). Es Él quien nos salva, es Él quien al
final de nuestra vida nos lleva de la mano como un papá, precisamente a ese Cielo
donde están nuestros antepasados. Uno de los ancianos hace una pregunta: “Estos
que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?”
(v. 13). ¿Quiénes son estos justos, estos santos que están en el Cielo? La
respuesta: “Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y
blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero” (v. 14).
En el Cielo podemos entrar sólo gracias a la sangre del Cordero, gracias a la sangre
de Cristo. Es precisamente la sangre de Cristo la que nos justificó, nos abrió las
puertas del Cielo. Y si hoy recordamos a estos hermanos y hermanas nuestros que
nos precedieron en la vida y están en el Cielo, es porque ellos fueron lavados por la
sangre de Cristo. Esta es nuestra esperanza: la esperanza de la sangre de Cristo.
Una esperanza que no defrauda. Si caminamos en la vida con el Señor, Él no
decepciona jamás.
Hemos escuchado en la segunda Lectura lo que el apóstol Juan decía a sus
discípulos: “Miren qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios,
pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce… Somos hijos de Dios y aún no se ha
manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos
semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es ” ( 1 Jn 3, 1-2). Ver a Dios, ser
semejantes a Dios: ésta es nuestra esperanza. Y hoy, precisamente en el día de los
santos y antes del día de los muertos, es necesario pensar un poco en la
esperanza: esta esperanza que nos acompaña en la vida.
Los primeros cristianos pintaban la esperanza con un ancla, como si la vida fuese el
ancla lanzada a la orilla del Cielo y todos nosotros en camino hacia esa orilla,
agarrados a la cuerda del ancla. Es una hermosa imagen de la esperanza: tener el
corazón anclado allí donde están nuestros antepasados, donde están los santos,
donde está Jesús, donde está Dios. Esta es la esperanza que no decepciona; hoy y
mañana son días de esperanza.
Hoy es un día de esperanza . Nuestros hermanos y hermanas están en la presencia
de Dios y también nosotros estaremos allí, por pura gracia del Señor, si caminamos
por la senda de Jesús. Concluye el apóstol Juan: “Todo el que tiene esta esperanza
en Él se purifica a sí mismo” (v.3). También la esperanza nos purifica, nos aligera;
esta purificación en la esperanza en Jesucristo nos hace ir de prisa, con
prontitud. Hoy es un día de alegría , pero de una alegría serena, tranquila, de la
alegría de la paz. Pensemos en el ocaso de tantos hermanos y hermanas que nos
precedieron, pensemos en nuestro ocaso, cuando llegará. Y pensemos en nuestro
corazón y preguntémonos: “¿Dónde está anclado mi corazón?”. Si no estuviera bien
anclado, anclémoslo allá, en esa orilla, sabiendo que la esperanza no defrauda
porque el Señor Jesús no decepciona (Francisco 1 de noviembre de 2013) .
Que esta hermosa aspiración nos anime a todos y nos ayude a superar todas las
dificultades , todos los temores, todas las tribulaciones. Hermanos y hermanas,
pongamos nuestra mano en la mano materna de María, Reina de todos los santos,
y dejémonos guiar por ella hacia la patria celestial , en compañía de los espíritus
bienaventurados “de toda nación, pueblo y lengua” ( Ap 7, 9). Y unamos ya en la
oración el recuerdo de nuestros queridos difuntos, a quienes mañana
conmemoraremos.
Señor, en el día de hoy, que recordamos y celebramos la memoria de todos los
Santos, ayúdame a acercarme más a Ti. A ellos les ruego que pidan al Espíritu, me
conceda los dones necesarios para ser mejor. No porque yo merezca algo, sino
para que mi alabanza llegue a Ti, más plena. Señor, perdóname, Por mis faltas y
pecados, por todo lo que podía haber hecho y no hice, por todo lo que podía haber
servido y no serví, por todo lo que he desaprovechado. Dame tu bendición para que
el resto de mi vida, sea fiel y caritativo, luz tuya y servidor de todos, según Tú me
pidas en cada momento. Gracias, Señor, por Tu Misericordia conmigo. Amén.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)