33a. Ordinario, Jueves
Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: "¡Si también tú
conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a
tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán de
empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán
contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti
piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita" (Lucas
19,41-44).
Como hombre que también era, Jesús amaba a su pueblo, y quería salvarlo a toda
costa. Pero veía claramente que aquel pueblo había abandonado definitivamente a
su Padre y Dios, para luchar simplemente por la gloria como nación.
La religión, pues, había quedado a un lado. En lugar de escuchar a Jesús, que había
venido a dar, también al pueblo judío, una libertad superior, la del espíritu, se
dedicaron a escuchar a los falsos profetas que buscaban su propia gloria.
Esa resistencia a los mandatos divinos fue la causa de que Jesús llorara, viendo el
empecinamiento de las autoridades judías, que demostraron su negativa a
aceptarlo como el Mesías prometido, complotando además para quitarlo del medio.
Jesús sentía el horror que caería sobre esa amada ciudad, la que tenía el privilegio
de hospedar al único Templo dedicado al verdadero Dios. De ahí que profetizara su
ruina, con dolientes palabras, indicando lo que ocurriría en un futuro no muy lejano.
Desde hacía tiempo que ocurrían esporádicas escaramuzas entre los llamados
"zelotes" y los soldados romanos, terminando casi siempre en horribles castigos
para los primeros.
Al final de la década de los sesenta d.C. las cosas se fueron recrudeciendo. Los
judíos trataban por todos los medios de quitarse de encima el yugo romano, pero el
poderío militar de los opresores hacía muy difícil lograrlo.
En el año 70 se produjo lo que Jesús había anunciado unos cuarenta años antes:
las tropas del general Tito rodearon la ciudad, creando una empalizada con estacas
puntiagudas para evitar que nadie se escapase. Tito trató de convencer a los
rebeldes de que rindieran la ciudad, pero no logrando su cometido, se decidió a
conquistarla, aunque tratando de evitar la destrucción del Templo, al que
consideraba una joya digna de salvarse.
Pero en esto no contó con la ayuda de sus tropas, que veían que el empeño del
general estaba poniendo en peligro sus propias vidas.
En definitiva, el asalto final fue demoledor, como narra el historiador Flavio Josefo,
de modo que todo fue destruido, incluyendo aquel magnifico Templo que fue
reducido a cenizas. Solo unos pocos muros lograron permanecer en pie.
Israel había sido llamado a preparar los caminos para la salvación de la raza
humana. Su vocación tenía un carácter universal, pero las autoridades y el pueblo
cometieron el gran error de cerrarse en sí mismos, creyendo que la salvación
ofrecida por Dios era solo para ellos.
La tristeza de las palabras de Jesús demuestra lo terrible de esa equivocación.
Israel, como nación, quedó destruida, aunque quizás no para siempre. No
olvidemos que de los judíos nos vino la salvación (ver Juan 4,22c).
Padre Arnaldo Bazan