33ª semana del tiempo ordinario. Jueves: Lc 19, 41-44
Se acercaba Jesús a Jerusalén en tono triunfal. La gente y los apóstoles gritaban
llenos de entusiasmo, y seguro que cuando apareció radiante la ciudad a la vista y
especialmente la grandeza del templo, comenzaron a cantar entusiasmados: “Qué
alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Se￱or”. Pero Jesús en ese momento, al
ver la ciudad, se puso a llorar. El era un verdadero hombre y tenía grandes
sentimientos. Por eso le vemos alegrarse con las buenas noticias de los apóstoles,
pero también llorar con las malas, como ante la enfermedad y la muerte de su buen
amigo Lázaro. Ahora no quiso reprimir las lágrimas, sino que además expresó estos
sentimientos con palabras que le salieron de lo profundo del corazón.
Dios había dado a aquel pueblo judío su amistad, su alianza y un encargo de ser
portador de esas gracias para el mundo; pero ese pueblo, al menos en sus dirigentes,
se había encerrado en sí mismo, se había hecho dueño de esos privilegios,
rechazando el destino de ser instrumento de salvación universal. Jerusalén era el
centro total de ese pueblo: político, económico y sobre todo religioso; pero Jerusalén,
que significa “ciudad de la paz”, era signo de discordia. Es curioso pensar que habrá
pocas ciudades en el mundo donde haya habido tantas guerras y tantos cambios de
dueños. Jesús ve sobre todo que esa ciudad y su templo, que debía servir para unir a
los pueblos en el camino hacia Dios, se había vuelto el centro de los odios y que el
templo era como el banco donde los poderosos tenían sus tesoros. Y lo siente y llora.
Llora por compasión y por impotencia, porque El ha hecho todo lo posible, pero
choca contra la voluntad humana que es libre, porque Dios así la ha creado, pero que
ahora se vuelve contra el mismo Dios. Dios había dado a su pueblo oportunidades de
salvación, había enviado profetas para preparar la venida del Mesías, pero esa paz
“está oculta a sus ojos”. Y anuncia la destrucci￳n de Jerusalén. No es que Jesús esté
deseando un revanchismo, llora por la destrucción; pero ve que las mismas peleas
internas la llevarán a la destrucción. Cuando san Lucas estaba escribiendo estas
palabras de Jesús, había pasado la gran destrucción del año 70 y la comunidad
cristiana lo tendría más presente. Era por lo tanto un aviso, como lo es para nosotros.
Jesús no es indiferente a la propuesta de amistad que nos hace ni a nuestra
correspondencia a su oferta de amistad y salvación. No es indiferente si le visitamos o
no ahora que está en el sagrario, al menos los domingos; no es indiferente a si le
visitamos o no en el servicio al prójimo; no es indiferente a nuestras alegrías y tristezas.
Lo triste es que muchas veces Jesús tendrá que llorar sobre nuestras ciudades y sobre
nosotros mismos, porque no le correspondemos con nuestras buenas acciones. Hoy
prometamos consolarle y corresponder a su amor. Será, si le hablamos en la oración, si
somos solidarios con nuestros hermanos en las alegrías y en las penas.
Hoy por medio de estas lágrimas de Jesús vemos a un verdadero patriota. Todos
debemos ser patriotas o amar a la patria, porque este amor o desvelo está dentro del
mandamiento del amor al prójimo o dentro de la caridad. Ser patriota no es lo mismo
que ser nacionalista, en el sentido de ser discriminatorio, exclusivista, agresivo, fanático
y racista. Ser patriota es sobre todo cumplir lo mejor posible los deberes profesionales,
familiares y cívicos. Es patriota el que ejercita la virtud de la justicia, mostrando con los
hechos de gratitud todo lo que ha recibido de la patria: tierra, lengua, civilización,
cultura, costumbres, religión, familia y amigos.
Un día quizá estuvimos más cerca de Jesús y por algún motivo quizá nos hemos
apartado de tal modo que Jesús llora por nuestra vida. Es tiempo de rehacerse. Los
muros, que nos parecen derrumbados del espíritu, pueden volver a tener vida.
Mezclemos las lágrimas de Jesús con las nuestras en el arrepentimiento y estemos
atentos a sus palabras para comenzar un nuevo camino de salvación.