Domingo 34, solemnidad de Cristo Rey/B
(Dn 7, 13-14; Ap 1, 5-8; Jn 18, 33-37)
Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. (Ap 1,5-8)
Celebramos hoy, último domingo del año litúrgico, la solemnidad de nuestro Señor
Jesucristo, Rey del universo. Sabemos por los Evangelios que Jesús rechazó el título
de rey cuando se entendía en sentido político, al estilo de los ‘jefes de las naciones’
(cf. Mt 20, 25). En cambio, durante su Pasión, reivindicó una singular realeza ante
Pilato, que lo interrogó explícitamente: ¿“Tú eres rey?”, y Jesús respondió: “Sí,
como dices, soy rey” (Jn 18, 37); pero poco antes había declarado: “Mi reino no es
de este mundo” (Jn 18, 36).
El Evangelio de hoy nos presenta un pasaje del dramático interrogatorio al que
sometió Poncio Pilato sometió a Jesús, cuando se lo entregaron con la acusación de
haber usurpado el título de «rey de los judíos». A las preguntas del gobernador
romano, Jesús respondió afirmando que era rey, pero no de este mundo (Cf. Juan
18, 36). No vino a dominar los pueblos y territorios, sino a liberar a los hombres de
la esclavitud del pecado y reconciliarles con Dios. Y añadió: “Yo para esto he nacido
y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es
de la verdad, escucha mi voz” (Juan 18, 37).
Pero, ¿cuál es la ‘verdad’ que Cristo vino a testimoniar al mundo? Toda su
existencia revela que Dios es amor: esta es, por tanto, la verdad de la que dio
pleno testimonio con el sacrificio de su misma vida en el Calvario. La Cruz es el
‘trono’ desde el que manifestó la sublime realeza de Dios Amor: entregándose en
expiación por el pecado del mundo, derrotó al dominio del ‘príncipe de este mundo’
(Juan 12, 31) e instauró definitivamente el Reino de Dios. Reino que se manifiesta
en plenitud al final de los tiempos, después de que todos los enemigos, y por último
la muerte, hayan sido sometidos (Cf. 1 Corintios 15, 25-26).
Entonces, el Hijo entregará el Reino al Padre y finalmente Dios será ‘todo en todos’
(1 Corintios 15, 28). El camino para llegar a esta meta es largo y no es posible
tomar atajos: es necesario que toda persona acoja libremente la verdad del amor
de Dios. Él es Amor y Verdad, y tanto el amor como la verdad no se imponen
nunca: tocan a la puerta del corazón y de la mente y, allí donde pueden entrar,
ofrecen paz y alegría. Esta es la manera de reinar de Dios; este es su proyecto de
salvación, un «misterio», en el sentido bíblico del término, es decir, un designio que
se revela poco a poco en la historia” (Benedicto XVI 26 de noviembre de 2006)
Por consiguiente, El ‘poder’ de Jesucristo Rey no es el poder de los reyes y de los
grandes de este mundo; es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal,
de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del
mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento,
encender la esperanza en la oscuridad más densa. Este Reino de la gracia nunca se
impone y siempre respeta nuestra libertad. Cristo vino ‘para dar testimonio de la
verdad’ (Jn 18, 37) —como declaró ante Pilato—: quien acoge su testimonio se
pone bajo su ‘bandera’.
Por lo tanto, es necesario -esto sí- que cada conciencia elija: ¿a quién quiero
seguir? ¿A Dios o al maligno? ¿La verdad o la mentira? Elegir a Cristo no garantiza
el éxito según los criterios del mundo, pero asegura la paz y la alegría que sólo él
puede dar. Lo demuestra, en todas las épocas, la experiencia de muchos hombres y
mujeres que, en nombre de Cristo, en nombre de la verdad y de la justicia, han
sabido oponerse a los halagos de los poderes terrenos con sus diversas máscaras,
hasta sellar su fidelidad con el martirio.
La Virgen María está asociada de una manera sumamente particular a la realeza de
Cristo. Dios le pidió a ella, humilde jovencita de Nazaret, que se convirtiera en la
Madre del Mesías, y María correspondió a esta llamada con todo su ser, uniendo su
‘sí’ incondicional al del Hijo Jesús, haciéndose con Él obediente hasta el sacrificio.
Por este motivo, Dios la exaltó por encima de toda criatura y Cristo la coronó Reina
del Cielo y de la tierra… Confiamos cada familia, toda nuestra parroquia a su
intercesión para que el amor de Dios pueda reinar en todos los corazones y se
cumpla su designio de justicia y de paz.
Y como respuesta que bonito, que nosotros pudiéramos rezar como san Ignacio de
Loyola, no con la mente, sino con el corazón: “Toma, Señor, y recibe toda mi
libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi
poseer. Tú me lo diste, a ti, Señor, lo torno. Todo es tuyo. Dispón de todo según tu
voluntad. Dame tu amor y tu gracia, que ésta me basta. Amén”.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)