1a. Semana de Adviento: Jueves
“No todo el que me dice: ¡Señor! ¡Señor! entrará en el reino de los cielos,
sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mateo
7,21).
Los humanos estamos acostumbrados a la palabra fácil que nada dice. Cualquiera
es capaz de prometer.
Pero no bastan las palabras. Es necesaria la acción. Son los hechos y no las
palabras los que definen a un individuo.
Esa es la raz￳n por la que Santiago dice: “Si un hermano o una hermana están
desnudos y faltos del alimento cotidiano, y uno de ustedes les dice: “Vayan en paz,
caliéntense y sáciense”, pero no les da lo necesario para su cuerpo, ﾿de qué sirve?”
(2,15-16).
Alguien dijo que el mundo está cansado de palabras. Y ¿cómo no iba a estarlo si
muchas se convierten en puras mentiras?
A la gente podemos engañarla con nuestras palabras huecas, pero no a Dios. Por
eso de nada nos valdría que gritemos “ᄀSe￱or! ᄀSe￱or!”, si luego no hacemos lo que
El nos pide.
Jesús nos ense￱a que “al orar, no se pierdan en palabras como hacen los paganos,
creyendo que Dios los va a escuchar por hablar mucho” (Mateo 6,7).
Las palabras que no van acompañadas de la acción se pierden en el vacío. Lo que
realmente convence no es un buen discurso, o un buen sermón, sino nuestro
testimonio. Jesús aconsejó a los que lo escuchaban, refiriéndose a los doctores de
la Ley: “Practiquen, pues, y hagan todo lo que les dijeren; pero no arreglen su
conducta por la suya, porque ellos dicen lo que se debe hacer, y no lo hacen”.
(Mateo 23, 3).
A veces creemos que nuestras palabras van a convencer a muchos, y ponemos
nuestro empeño en preparar charlas o sermones, confiando en que la elocuencia y
el saber resultarán eficaces, para luego no conseguir nada.
Cristianos que nunca predicaron han logrado, con frecuencia, mejores frutos para la
causa del Evangelio que otros con su verbo encendido y elegante, porque los
primeros ponían su ejemplo de vida y los segundos sólo sus habilidades oratorias.
Si damos testimonio de un verdadero cristianismo sobrarían muchas palabras, pues
estaríamos hablando con la elocuencia de nuestra propia convicción.
Padre Arnaldo Bazan