Domingo II de Adviento/C
(Ba 5, 1-9; Filp 1, 4-6.8-11; Lc 3, 1-6)
“Preparen el camino del señor…
En este segundo domingo de Adviento, en medio de la celebración resuena la voz
del que va delante, del ‘mensajero’. El ‘heraldo’ que grita en el desierto: ‘Preparen
el camino del Señor’. Su eco atraviesa la historia y se oye en medio de la asamblea,
como si ella se invitara a sí misma, como si actualizáramos la escena y el
personaje.
La figura de Juan el Bautista aparece en este domingo como la señal de la llegada
de la salvación de Dios. Preparar el camino del Señor significa entrar en comunión
con él. Es hacer que nuestra vida y que nuestro mundo se aproximen a lo que Jesús
espera y quiere de nosotros, “allanen sus senderos… que lo torcido se enderece, lo
escabroso se iguale” (evangelio). Juan llamaba a la conversión, al arrepentimiento
de los pecados, con vistas a la llegada del Reino de Dios: “Conviértanse, que se
acerca el Reino de los cielos” (Mt 3,1). Esto quiere ser el adviento, un retorno a
Dios: rellenar valles, rebajar montañas, enderezar lo torcido en nuestra vida para
caminar y recibir dignamente a Cristo que viene en la Navidad.
El domingo pasado Dios nos invitaba en la liturgia a estar despiertos sin dejarnos
distraer por las preocupaciones de aquí abajo; ocuparnos, sí, preocuparnos, no.
Hoy nuestro buen Dios nos estimula a caminar durante el Adviento al encuentro de
Cristo, animosos, quitando de nuestro camino lo que nos estorbaría para llegar a
Dios o para que Él se acerque a nosotros (evangelio), sin cara de luto y aflicción
porque se acerca nuestra completa liberación (1ª lectura) y llevando una vida
irreprochable y santa, dando frutos de caridad (2ª lectura).
Juan nos recuerda la gran promesa del Antiguo Testamento: viene alguien
importante, el gran libertador de la humanidad, Cristo. ¡Caminemos a su encuentro!
En tiempo del profeta Isaías, cuando venía alguien importante con su cortejo, se
cortaban malezas, se llenaba la hondonada, se aplanaba un obstáculo, se reparaba
un puente o se acomodaba un vado. De ahí se inspira también Juan Bautista: está
por llegar alguien que está por encima de todos, alguien a quien él denomina “el
que ha de venir”, el esperado por la gente. Hay que trazar un camino en el desierto
para que pueda llegar. Tres cosas fundamentales hay que arreglar en ese camino:
primero, “todo valle será rellenado”. ¡Cuántos valles de depresión, desaliento y
tristeza encontramos en nuestra vida que nos hunden y, por lo mismo, nos impiden
llegar a Cristo! Segundo, “toda montaña será rebajada”. ¡Cuántas montañas de
orgullo, soberbia y engreimiento también encontramos a la izquierda y derecha de
nuestra vida que nos llevan a desterrar a Dios! Y tercero, “lo tortuoso, enderezado”.
¡Cuántas sendas tortuosas nos salen en nuestro caminar hacia Dios: la senda de la
mentira, del egoísmo, de la corrupción, de la lujuria, de la violencia, de la moral sin
escrúpulos, de la teología de la prosperidad! Esas tres acciones se llevan a cabo en
el corazón de cada uno de nosotros.
El hombre complicó sus caminos con el pecado y se quedó atrapado adentro como
en un laberinto. Inspirados en el mito antiguo, necesitamos el “hilo de Ariadna”
para salir del laberinto donde se encuentra el Minotauro de tres cabezas –mundo,
demonio y carne-, que nos quiere devorar los valores y la dignidad cristiana. Y no
sólo salir, sino dar muerte al monstruo que nos incita al pecado, llámese orgullo,
pereza, superchería, hipocresía, superficialidad, embriagueces de todo tipo: no sólo
de vino o de drogas, sino de la propia belleza, de la propia inteligencia o de uno
mismo que es la peor ebriedad. Ariadna le dio a Teseo una espada para matarlo, y
así Teseo salió victorioso, incólume y salvo. Cristo nos dio la espada de su Palabra y
así nos libra del terrible tributo a que el demonio nos estaba obligando: dar pábulo
a nuestras pasiones ya sea del espíritu o de la carne. Y así, matado este Minotauro,
podemos caminar expeditos y seguros al encuentro de Cristo, nuestro Salvador.
¿De qué debemos despojarnos y de qué debemos revestirnos? Debo despojarme de
la impaciencia con que suelo tratar a algunas personas y revestirme de paciencia y
de un trato más afable; debo despojarme del egoísmo y apego a los bienes
materiales para revestirme de actitudes de generosidad y desprendimiento; debo
despojarme de la búsqueda desordenada de mi propia satisfacción sensual para
revestirme de actitudes que custodien la pureza y castidad; debo despojarme de la
insensibilidad frente a las necesidades del prójimo y revestirme de la solidaridad
concreta; debo despojarme de los chismes, de la difamación, de palabras groseras
para revestirme de un silencio reverente y de palabras que busquen siempre la
edificación del prójimo; debo despojarme de resentimientos y rencores para
revestirme de sentimientos de perdón y misericordia con quien me ha ofendido.
Si de verdad queremos que el Señor venga a nosotros y permanezca en nuestra
familia, limpiemos nuestro corazón de todo aquello que es obstáculo para que Él
venga y permanezca en nosotros, revistámonos de Cristo mismo cada día, de su
justicia, de su caridad, de su paciencia, de todas las virtudes que vemos brillar en
Él.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)