DOMINGO I DE ADVIENTO (C)
Homilía del P. Ignasi M. Fossas, prior de Montserrat
29 de noviembre de 2015
Jer 33, 14-16; Sal 24, 4-5.8-9.10.14 (R .: 1b); 1 Tes 3, 12;4, 2; Lc 21, 25-28. 34-36
Empezamos de nuevo el tiempo de Adviento, y con él retomamos el ciclo del año
litúrgico. El movimiento de la Tierra alrededor del Sol nos acerca a los días más cortos
del año y a las noches más largas. Hay pocas horas de luz y muchas de oscuridad,
hace frío, parece que la vida se quiere esconder bajo tierra y es como si las plantas y
los árboles redujeran al mínimo su vitalidad. A los que vivimos en un mundo tan
sofisticado por la tecnología y los utensilios que nos alejan de la naturaleza, creo que
nos haría bien descubrir, periódicamente, los ritmos cósmicos y nuestra estrecha
vinculación con ellos, como seres vivientes que formamos parte de la creación.
Toda esta dinámica de la Naturaleza, que se va repitiendo año tras año, nos recuerda
y nos hace presente a los cristianos otra realidad: la de la salvación que nos viene por
la muerte y la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Él es el Hijo de Dios hecho
hombre que ha venido para renovar en nosotros la semejanza divina desfigurada por
el pecado y la muerte. Pero, a diferencia de los ciclos cósmicos, como el de las
estaciones, que se van repitiendo idénticamente cada año, el plan de Dios para
salvarnos en Cristo tiene una dinámica y una dirección concretas. Comienza con la
creación y se dirige hacia ese día, que llamamos "el fin del mundo ", en el que vendrá
el Hijo del hombre sobre una nube, con poder y con una gran majestad. Se refería a
ello también San Pablo cuando, dirigiéndose a los cristianos de Tesalónica, los
exhortaba a ser santos y limpios de culpa ante Dios, nuestro Padre, el día que Jesús,
nuestro Señor vendrá con sus santos . Este "Hijo del hombre", al que se refería Jesús
en el evangelio es Él mismo, el Señor y el Mesías, que ya había sido anunciado por
los profetas. Lo hemos oído en la primera lectura, donde el profeta Jeremías
consolaba al pueblo de Israel con palabras de esperanza: En aquellos días y en
aquella hora, suscitaré a David un vástago legítimo, que hará justicia y derecho en la
tierra.... y la llamarán así: “Señor-nuestra-justicia” .
La certeza de la segunda venida de Cristo, cuando vendrá con poder y con una gran
majestad para instaurar plenamente su Reino y juzgar a vivos y muertos, debería
marcar fuertemente la vida cristiana. Hasta el punto de que nuestra estancia en este
mundo encuentra su sentido pleno si la situamos en el conjunto del plan de Dios, al
que me refería antes: desde la creación hasta el fin de los tiempos, desde el origen de
nuestra existencia hasta la eternidad donde esperamos poder participar plenamente
de la visión de Dios y del desarrollo cumplido de nuestra condición humana. Esta
certeza del fin del mundo, vivida a la luz de la fe cristiana, actúa como un polo de
atracción muy intenso que nos atrae fuertemente y que nos la hace desear con todo el
corazón. Aunque las imágenes con las que se refieren los autores bíblicos, y Jesús
mismo en el evangelio, son de una gran intensidad cósmica y emotiva, el contenido de
la revelación que quieren transmitir es de liberación, de consuelo, de fortaleza y de
esperanza. Aunque haya prodigios en el sol, en la luna y en las estrellas , y que el mar
embravecido asuste a los habitantes del mundo, los discípulos del Cristo podemos
levantar la cabeza bien alta , porque muy pronto seremos liberados , porque sabemos
que por la alianza de Dios con la casa de Israel, será salvado al país de Judá y vivirá
confiada la ciudad de Jerusalén , es decir: la humanidad redimida nunca será
abandonada por su Dios y Señor, que lo ha salvado en Jesús de Nazaret. Este polo
que nos atrae fuertemente hacia el final de la historia, no nos hace desentendernos del
presente. Es más, conviene que estemos atentos sobre nosotros mismos , que
velemos y estemos alerta orando en toda ocasión y pidiendo que nos podamos
mantener en pie ante el Hijo del hombre .
Este comportamiento se resume en el amor y en las buenas obras, que nos hacen
semejantes a Cristo y nos abren a su Reino eterno. Que el Señor los haga crecer
hasta rebosar en nuestros corazones. Amén.