2º domingo del tiempo de Navidad: Jn 1, 1-18
Hoy se pone a nuestra consideración el principio del cuarto evangelio, el de san
Juan. Es un comienzo muy diferente al de los otros evangelistas. Hoy san Juan nos
habla del nacimiento de Jesús; pero de forma diferente. No cuenta los hechos según la
historia: no hay niño ni madre, ni pastores ni cántico de ángeles; pero sí habla de luz
que ilumina las tinieblas y de gloria de Dios que podemos contemplar, y sobre todo de
la Palabra, que se hace carne, de Dios que pone su tienda entre nosotros, del Señor
que es aceptado por unos y rechazado por otros. Es lo que se llama una historia en
plan teológico.
San Juan comienza desde el misterio de Dios y cómo desde siempre existía la
“Palabra”. Este vocablo “palabra” o “verbo” recuerda a la “sabiduría”, de la cual habla
ya el Antiguo Testamento, “que jugaba con Dios”. ¡Qué difícil es expresar con palabras
materiales el misterio de Dios y lo que es espíritu! Para que comprendamos un poco
podemos distinguir entre el pensamiento y su expresión, entre una palabra cuando la
pensamos y cuando la pronunciamos. Esta es la semejanza que hoy usa el evangelio.
Esta “Palabra”, que es Dios mismo, estaba desde siempre en Dios; pero un día fue
pronunciada, y lo importantísimo para nosotros es que esa “Palabra”, que es Dios
mismo, vino a nosotros y se hizo de nuestra propia naturaleza, “se hizo carne”.
A veces se traduce: “Y se hizo hombre”. Y está bien, porque en nuestra lengua la
carne es sólo una parte del ser humano; pero en la lengua hebrea no era así, sino que
“carne” era la expresión de toda la verdadera naturaleza humana; sobre todo en el
sentido de debilidad. Dios se hizo en verdad un ser humano con todas sus debilidades.
Lo único que no podía tener era el pecado. Por eso era la luz que brilla en medio de las
tinieblas. Si se piensa profundamente nos puede parecer demasiado hermoso para ser
cierto. Pero esto es lo que proclama nuestra fe y hoy de una manera especial: Que
Dios no es como muchos creían un Dios lejano, al que no se le podía llegar, sino que
está tan cerca que ha venido a habitar entre nosotros. Quizá el evangelista, cuando
decía estas expresiones, estaba pensando en algunos herejes que decían que Jesús,
Palabra de Dios, era sólo una apariencia, una sombra o un fantasma. Pero nos dice
que Jesús, que es Dios, es un ser humano verdadero. Todos le pueden ver y tocar.
Otra de las falsedades que quería delatar el evangelista era el de algunos discípulos
de Juan Bautista, que todavía seguían diciendo que el Bautista era superior a Jesús.
Hoy se nos muestra a Jesús como luz que ilumina a todos, también al mismo Bautista,
porque es Dios mismo. Así también la Iglesia, el papa, los obispos y sacerdotes son
sólo precursores o intermediarios. Nuestra finalidad es acoger a Jesús y recibirle
plenamente para que nos ilumine a todos.
Y “acampó” entre nosotros. Acampar no es lo mismo que instalarse, residir o
asentarse, sino es vivir nuestra propia vida de “peregrinos hacia la casa de Dios”, es
vivir nuestra misma pobreza y debilidad. Y lo terrible, pero grandioso, es que nos deja
en total libertad para aceptarle o no aceptarle. El evangelista dice que “vino a los suyos,
pero los suyos no le recibieron”. A veces pensamos en la posada y las casas de Belén;
pero tiene un sentido más profundo y más amplio, que nos toca también a nosotros, si
le cerramos la puerta de nuestro corazón. A veces somos demasiado orgullosos para
ver a Dios: No queremos recibir a Aquel que viene a su propiedad, porque tendríamos
que transformarnos de modo que sea Él el verdadero dueño de nuestro ser.
Pero alegrémonos, porque, si le recibimos, nos da su gracia y nos hace hijos de
Dios. Jesús es Dios que sale al encuentro del ser humano, para que nosotros podamos
ir a su encuentro. Creer es ver a Dios, y ver a Jesús es “ver al Padre”. Por esta fe, que
es entrega a su amor, nos transformamos y vivimos como hijos de Dios. ¡Que de su
plenitud recibamos la gracia y la verdad y el amor!