Día 9 de Enero: Mc 6, 45-52
Ayer en el evangelio se narraba la escena de la multiplicación de panes y peces.
Jesús, llevado por su misericordia alimenta milagrosamente a toda aquella gente que le
seguía. Pero, como deben marcharse a casa, Jesús les despide, aunque también
despide a sus apóstoles para que regresen en la barca a la otra orilla, ya que él quiere
quedarse allí para orar con su Padre Dios.
Estas dos despedidas parece que no tienen el mismo significado. El despedir a la
gente es un signo de cortesía, al mismo tiempo que zanjar el problema que se le venía,
ya que la gente, entusiasmada por haber comido en abundancia, quiere proclamarle
como rey. La despedida a los apóstoles tiene en parte el mismo móvil, ya que ellos
serían los primeros y los más interesados en que se proclamara rey a Jesús. Les costó
mucho ir quitando la idea que tenían de un mesías triunfalista en lo material.
Otra de las razones era el poderse quedar bastante tiempo solo para orar. Es algo
que le salía espontáneamente: la plegaria o alabanza a su Padre celestial, y varias
veces exponen los evangelista las muchas horas que pasaba Jesús en oración. Esta es
una gran enseñanza. Por mucho que creamos necesario el trabajar y hacer obras de
caridad, es más necesaria la unión con Dios, que no es real si no hay muchos ratos de
total unión con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por medio de la oración.
También Jesús tenía otras razones de enseñanza hacia sus discípulos. Por eso
quiso darles una lección viva, a modo de parábola viviente. Cuando estaban en medio
del lago vino una gran tormenta y temían por su suerte, porque el viento era contrario
hacia donde iban. Entonces fue Jesús hacia ellos caminando sobre el agua, pero en
actitud de pasar de largo. Ellos tuvieron un gran miedo, creyendo que era un fantasma,
y hasta se pusieron a gritar. En ese momento Jesús les habla con misericordia: “Animo,
soy yo, no temáis”. Subió a la barca y el viento se calmó.
Además de ser la consecuencia del poder y la bondad de Jesús, es una especie de
parábola para enseñar que Jesús es el Hijo de Dios, como los apóstoles proclamaron
según narran otros evangelistas, y que sus intereses no son los terrenos o materiales,
sino algo mucho más trascendental. La parábola viviente está en que los apóstoles,
que buscaban un reino terrenal, estarían llenos de tormentas en su corazón porque,
pudiéndolo tener ya, Jesús rechaza ese reino material. Además estarían confusos
sobre qué hacer sin la presencia de Jesús. Parecería como que todo se les viene
abajo. Viene Jesús y la calma viene a sus espíritus y reviven los buenos ideales.
En nuestra vida habrá también muchos momentos de angustias y miedos. Puede
ser por lo material o por algo más interno. A veces queremos luchar o remar contra el
viento sin que tengamos fuerzas para ir hacia delante. Y sin embargo Dios está con
nosotros. Hay veces que él mismo hace como que se esconde o está lejos, pero nunca
nos abandona. Los santos, para conocer a Dios más profundamente, han pasado por
grandes purificaciones. Lo importante es que no falte la fe y la confianza en Dios, que
siempre nos quiere y nunca nos abandona. Debemos aprender a fiarnos totalmente de
Dios, nuestro Señor y Padre, que puede controlar todo peligro y es el Salvador.
En el Antiguo Testamento en varias ocasiones se expone el mar como el lugar de la
maldad. Los cristianos primitivos verían aquí un símbolo de que Jesús no se hunde en
la maldad, sino que la domina y calma la tempestad. “Dios es amor” nos ha dicho hoy
san Juan en la 1ª lectura. Y donde hay amor, va alejándose el temor. En esta vida
imperfecta hay muchas dificultades y muchos se dejan llevar del temor. Jesús hoy nos
dice a nosotros: “No temáis”. Y la verdad es que, cuando uno vive más entregado a la
gracia, a las cosas de Dios y buscando la armonía con los demás, viene una mayor paz
a los corazones. Hay ocasiones que hasta en los actos de iglesia parece que estamos
entre fantasmas. Clamemos a Dios, que El siempre está a nuestro lado.