1ª semana del tiempo ordinario. Martes: Mc 1, 21-28
Según nos narra san Marcos, Jesús comienza su apostolado llamando a sus
primeros discípulos; pero como debe enseñar su doctrina a otras muchas personas,
aprovecha la oportunidad cuando la gente se reúne los sábados en la sinagoga para
orar y escuchar las Escrituras. Era costumbre invitar a comentar la lectura a algún
varón de más de 30 años. Jesús ya es un principiante maestro, pues lleva consigo
algunos discípulos, y se dispone a enseñar. No nos dice el evangelista qué es lo que
enseñaba; pero ya nos había dicho antes el tema principal en sus comienzos: “El Reino
de Dios está cerca”. Y el Reino de Dios no era precisamente aprender normas y
cumplir muchas leyes externas, olvidando lo principal, como hacían los fariseos, sino el
amor a Dios, que es nuestro Padre, y a todos los demás, pues somos hermanos.
La gente estaba impresionada por las enseñanzas de Jesús y por la manera de
expresarlo, pues lo hacía de modo diferente que los escribas. La diferencia estaba en
que no sólo se basaba en las Escrituras, que ciertamente comentaba, sino sobre todo
en su experiencia íntima de amor con su Padre del cielo, que nos quería transmitir.
Esta era la autoridad que manifestaba al hablar, como decía la gente, diferente de los
escribas, que predican de memoria sin vivencia espiritual. Esta es una gran lección
para nosotros, para que antes de hablar de Dios hablemos con Dios. Esta es una
enseñanza para tantos padres y abuelos que deben hablar a los suyos de religión: No
se trata de cargar con preceptos, sino de transmitir una vida de amor.
Todo parecía que se desarrollaba en paz hasta que empieza a gritar un
endemoniado. Es posible que se tratase de un enfermo mental, a los que llamaban
poseídos por el demonio. Es posible también, como dicen algunos, que fuese un
fanático de la antigua ley que hiciera como portavoz del sentir de los fariseos que se
sentían humillados porque la gente sencilla le tenía a Jesús por maestro. El hecho es
que parece que lo que dice son elogios, pues le llama a Jesús: “el santo de Dios” o el
“consagrado”. Eran palabras que se aplicaban al Mesías. De hecho por medio parece
estar el demonio, porque lo que aparentemente buscaba era la confusión , ya que si la
gente comienza a ver en Jesús al Mesías, le verá con la mentalidad de ellos: de triunfo
material y de un nacionalismo egoísta. Esto era una gran tentación para Jesús, la
misma que el demonio le había presentado en el desierto. Y por esto tenía que hacerle
callar. Si era un pobre enfermo, la solución estaba en curarle, que en la mentalidad de
entonces era expulsar el demonio. Debía arrojar de aquel hombre el demonio de la
ambición, del egoísmo, de un falso nacionalismo que odia a los demás.
En nuestra vida encontraremos muchos demonios camuflados. Hay muchos que
atacan al papa, al magisterio de la Iglesia y la moral cristiana, sin entenderlo o quizá
simplemente porque molesta a su vida de pecado. Hay sectas donde hay gente de
buena voluntad; pero también con frecuencia se habla de religión, cuando en el fondo
sólo hay intereses materiales y mucho egoísmo, sin buscar precisamente los intereses
de Dios, nuestro Padre, que nos ama y ama a toda la humanidad. Nosotros, con la
ayuda de Dios, podemos expulsar demonios. Para ello debemos primero vivir nuestra
fe. Esa es la principal autoridad: los hechos de vida. Y después la humildad. No
podemos buscar el bien humillando a otros, sino humillándonos nosotros. A Jesús le
costó mucho enseñar a los apóstoles que ser Mesías no es el que domina, sino el que
se ofrece en víctima hasta morir, si es preciso, sacrificado en la cruz.
Debemos ser testigos de Jesús. A veces creemos que para ello tenemos que
predicar a voces. De la manera con que se haga, la doctrina que la Iglesia predica
públicamente suele ser desvirtuada por los que tienen mala voluntad. Lo importante es
vivir nuestra fe con limpio corazón para que nuestras obras testifiquen que Dios es
nuestro Padre y con ello eliminaremos muchos demonios de nuestro tiempo.