SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, Ciclo C
El primer signo de Jesús en Caná de Galilea
El episodio de la bodas de Caná es, en efecto, “el primero de los signos” (Jn 2, 11),
es decir, el primer milagro realizado por Jesús, con el cual Él manifestó su gloria en
público, suscitando la fe de sus discípulos.
La liturgia de hoy propone el Evangelio de las bodas de Caná, un episodio narrado
por Juan, testigo ocular del hecho. Tal relato se ha situado en este domingo que
sigue inmediatamente al tiempo de Navidad porque, junto a la visita de los Magos
de Oriente y el Bautismo de Jesús, forma la trilogía de la epifanía, es decir de la
manifestación de Cristo. El episodio de la bodas de Caná es, en efecto, “el primero
de los signos” ( Jn 2, 11), es decir, el primer milagro realizado por Jesús, con el cual
Él manifestó su gloria en público, suscitando la fe de sus discípulos.
“Hubo una boda en Caná de Galilea, a la cual asistió la madre de Jesús. Este y sus
discípulos también fueron invitados” ( Jn 2, 1-2). Allí Cristo cambió el agua en vino
y, con esta admirable transformación, sorprendió en cierto modo a los responsables
del banquete de bodas y a los esposos mismos, como lo describe san Juan: “Esto
que Jesús hizo en Caná de Galilea fue la primera de sus señales milagrosas. Así
mostró su gloria y sus discípulos creyeron en Él” ( Jn 2, 11).
Por intercesión de María, Jesús obró su primer “signo”, como llama San Juan a los
milagros obrados por el Señor. El Evangelio nos dice que los sirvientes obedecieron
al punto a las palabras de la Madre de Jesús. Sabemos también que cuando, según
el mandato de Jesús, llenaron de agua las tinajas y ofrecieron aquella agua al
mayordomo, la bebida se había convertido en vino.
“María aparece en Caná en su dimensión de Madre espiritual. Ella se muestra como
la auxiliadora, la intercesora, como quien está siempre atenta a las necesidades
materiales y espirituales de sus hijos. Con San Bernardo uno se siente impulsado a
decirle: “Señora nuestra, Mediadora nuestra, Abogada nuestra, reconcílianos con tu
Hijo, encomiéndanos a tu Hijo, preséntanos a tu Hijo”. La Virgen oyente que se
manifiesta magnificente en su captación plena del Hijo, se muestra también como
la Virgen orante, la Virgen intercesora. La Virgen se deja ver también como
educadora de nuestra fe que sigue repitiéndonos hoy: Hagan lo que Él les diga.
Ella, que con prontitud respondió al Mensajero de Dios: “Hágase en mí según tu
palabra” ( Lc 1,38), desde su propia vida, desde ese ¡Hágase!, ese ¡Sí! generoso y
siempre renovado, nos señala el camino. Acojamos, pues, la lección del sabio que
nos dice: “No desprecies la lección de tu madre” ( Prov. 1,8).
Santa María, que percibe la falta de vino en una boda en Caná, ve también lo que
nos hace falta en nuestras vidas, sabe de las virtudes que necesitamos para
asemejarnos cada vez más a su Hijo, el Señor Jesús: más fe, más caridad, más
esperanza, más paciencia, más alegría, más pureza, más humildad. Ayer como hoy,
Ella intercede también ante su Hijo para que transforme el agua de nuestra
insuficiencia o mediocridad en el “vino nuevo” de una vida santa, plena de caridad,
rebosante de alegría.
Al aspirar a conformarnos con el Señor Jesús, el Hijo de Santa María, hemos de
tener muy presente que sólo Él puede ayudarnos a cambiar nuestros vicios por
virtudes. Así como Jesús transformó el agua en vino, Él puede también transformar
nuestros corazones endurecidos por nuestros pecados y opciones contra Dios en
corazones “de carne”, capaces de amar como Él nos ha amado (ver Ez 36,26-27).
Para que se dé esta transformación interior en nuestras vidas Santa María intercede
incesantemente por cada uno de nosotros, sus hijos e hijas, ante el Señor, al
tiempo que nos urge a nosotros: “¡hagan lo que Él les diga!” ( Jn 2,5). Si bien el
Señor realiza el milagro de la transformación del agua en vino gracias a la
intercesión de su Madre, lo hace también en la medida en que los siervos cooperan
haciendo lo que Él les indica, obedeciendo a su palabra. Del mismo modo, el Señor
obrará nuestra conversión y santificación sólo en la medida en que prestemos
nuestra decidida cooperación desde el recto ejercicio de nuestra propia libertad. Si
cooperamos con el Señor cada día, obedeciéndole, procurando poner por obra lo
que Él nos dice , Él realizará en nosotros por el don de su Espíritu el milagro de
nuestra progresiva santificación, hasta que podamos también nosotros afirmar
como el Apóstol Pablo: “vivo yo, más no yo, sino que es Cristo quien vive en mí”
( Gál 2,20).
Que María… acompañe nuestro camino, fortalezca nuestra fe, impulse nuestra
esperanza y nos anime a vivir en santa obediencia a su Hijo.
Padre Felix Castro Morales