Quinto domingo/C
Dejándolo todo lo siguieron
Las tres lecturas de hoy nos presenta a tres hombres: Isaías, Pedro y Pablo. Tres
personajes escogidos por Dios, llamados por Dios, que supieron responder a Dios:
“Aquí estoy, Señor. Envíame”, le respondió Isaías, a quien vemos en la Primera
Lectura (Is. 6, 1-8); en el Evangelio vemos a Pedro, acompañado de Santiago y
Juan, quienes “llevaron las barcas a tierra, y dejándolo todo, lo siguieron (Pedro,
Santiago y Juan)” (Lc. 5, 1-11)y, en la segunda Lectura vemos a Pablo, que en el
camino de Damasco le dice al Resucitado: “﾿Qué debo hacer, Señor?” (Hech. 22, 3-
16).
La experiencia de Pedro guarda una profunda semejanza con la del profeta Isaías,
descrita en la primera lectura. En una visión Isaías se encuentra cara a cara con
Dios, el Santo. Ante el Señor percibe con intensidad la realidad de su propio
pecado, su impureza y su indignidad ante la elección divina: “ᄀAy de mí, estoy
perdido!”, exclama Isaías. El temor se apodera de él. ¡La santidad de Dios denuncia
su impureza, su pecado! ¿Cómo puede lo impuro mantenerse en la presencia del
Santo? Pero Dios procede a retirar su culpa y purificar sus labios con una brasa
ardiente. Si bien Isaías no es digno, Dios lo hace digno, lo purifica para que pueda
responder al llamado y a la misión de hablar en su Nombre.
Tampoco Pedro se considera digno de estar en la presencia del Señor Jesús, de
seguirlo. Pero el Señor Jesús no se detiene ante el pecado de Pedro. Él conoce bien
de qué barro está hecho, conoce sus pecados, sus miserias y debilidades, sabe
perfectamente que no es digno de Él, incluso sabe que lo va a negar y traicionar,
pero su mirada va más allá de todo eso: el Señor Jesús mira su corazón, sabe que
ha sido formado desde el seno materno para ser “pescador de hombres”, para ser
apóstol de las naciones, para ser “Pedro”, la roca sobre la que va a construir su
Iglesia, y teniendo todo ello en mente lo alienta a no tener miedo de mirar el
horizonte y asumir la grandeza de su vocación y misión.
Todos, cada uno en su ambiente, en su vocación específica, hemos sido llamados
por Dios a la misión, a establecer el Reino…. No sólo para ‘salvarnos’ nosotros
mismos, sino para ayudar a otros a liberarse de tantas ataduras, a conocer mejor la
verdad, a gozarse en la salvación de Dios y acogerla. Eso no se refiere sólo a la
vocación sacerdotal o para la vida religiosa. Todo cristiano es testigo y colaborador
de Cristo en este mundo, para con las personas que están bajo su círculo de
relación: un niño puede ayudar a sus compañeros, una joven puede ejercitar una
influencia benéfica y constructiva en su ámbito de amistad y de trabajo, los hijos
para con los padres, y los padres para con los hijos, pueden ser testigos elocuentes
de fidelidad y autenticidad humana y cristiana. Los varios servicios y ministerios en
una parroquia o comunidad son una vocación para ayudar a los demás.
También puede aparecer en la vida de los llamados de hoy la tentación del
desánimo, porque somos débiles. Sin embargo, con una actitud de humildad y de
generosidad, la reacción debería ser la de Isaías: aquí estoy, mándame: y la de
Pedro: soy un pecador; y la de los discípulos: dejaron todo y le siguieron.
Cristo sigue manteniendo su llamada, asegurándonos su ayuda: no temas, desde
ahora serás pescador de hombres. Y la pesca puede ser que llegue a prodigiosa.
También en un mundo que no parece tener muchos oídos para el anuncio de la
salvación de Cristo.
También a nosotros el Señor, profundo conocedor del corazón humano, nos dice:
“ᄀNo tengas miedo! ¡No tengas miedo a la verdad sobre ti mismo, esa verdad que
requiere que mires cara a cara y aceptes con humildad tu propia debilidad, tu
miseria e incluso tus pecados más vergonzosos y terribles, pero verdad que va más
allá de tu “soy pecador”! Jesús hoy nos dice: ¡No tengas miedo de descubrir en Mí
tu propia grandeza y dignidad, tu verdadera identidad, el sentido de tu vida, tu
vocación y tu hermosa misión en el mundo!”.
Los llamados a la vida sacerdotal o religiosa, los llamados a la vida matrimonial o a
la vida de soltería, podemos responder y ofrecernos, desde nuestra vocación al
Señor con estas palabras:
Aquí estoy, Señor. Quiero ir en tu nombre adonde tú quieras.
Me pongo en tus manos como el barro en las manos del alfarero.
Haz de mí un testigo de la fe, para iluminar a los que andan en tinieblas; un testigo
de esperanza, para devolver la ilusión a los desencantados; un testigo de amor,
para llenar el mundo de solidaridad.
Aquí estoy, Señor, mándame.
Pon tu palabra en mis labios, pon en mis pies tu diligencia y en mis manos tu tarea.
Pon tu Espíritu en mi espíritu, pon en mi pecho tu amor, pon tu fuerza en mi
debilidad y en mi duda tu voluntad.
Aquí estoy, Señor, mándame para que ponga respeto entre los seres, justicia entre
los hombres, paz entre los pueblos, alegría en la vida, ilusión en la Iglesia, gozo y
esperanza en la misión.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)