5ª semana del tiempo ordinario. Martes: Mc 7, 1-13
Hoy se nos presenta en el evangelio una manera falsa de acercarse a Dios en la
religión, que Jesús trata de corregir. Es la de aquellos fariseos que pretenden poner las
tradiciones, que muchas veces ellos se han inventado, por encima de los mismos
mandamientos de Dios. La controversia viene a propósito de que los discípulos de
Jesús no cumplen las normas legales de purificarse las manos antes de comer. Alguno
puede pensar: es bueno lavarse las manos antes de comer. Y cuando nosotros lo
decimos así, es que estamos pensando en la higiene. Los fariseos no pensaban en la
higiene. Lo que ellos decían es que había dos clases de personas: los puros y los
impuros. Los puros, que eran ellos, para seguir siéndolo, no debían tener contacto con
los pecadores y los paganos. Y si, por ejemplo, habían ido al mercado a comprar algo,
debían lavarse especialmente las manos para no “contaminarse” con los productos de
aquellos que eran impuros. Es decir, que manipulaban a Dios: le ponían al lado de
unos y en contra de otros. Y esto simplemente por unas leyes, que cada vez eran más
restringidas. Los fariseos eran en general buenas personas; pero habían equivocado el
camino: se fijaban demasiado en el cumplimiento meticuloso de los preceptos, pero
dejaban lo principal que era el espíritu de la ley y la unión con el Dios de la ley.
Jesús rechaza esta distinción entre puros e impuros, rechaza la creencia de los que
creen que Dios está sólo en las prácticas religiosas y no en la vida ordinaria, en los
quehaceres de cada día. Para Jesús lo más importante es la caridad y el amor para
con todos, de modo que la obediencia a la ley debe ser una respuesta al gesto salvífico
y gratuito de Dios. Por tanto esta forma de legalismo, despreciando a otros, es una
manera de rechazar a Dios. Las tradiciones pueden hacer un bien, como lo hicieron
entre los judíos para unirles y fortalecer su cultura en algunos momentos. Lo malo era
el apegarse a esas tradiciones de tal manera que iban contra lo principal que es el
amor y la misericordia. Hay que saber distinguir los mandamientos de Dios, que son
perennes, de las tradiciones de los hombres, que son provisionales.
Jesús les pone un ejemplo con el 4º mandamiento. Este manda que hay que honrar
al padre y a la madre. Este mandamiento estaba principalmente dicho para los adultos
en relación con sus padres ya ancianos. Pero había una absurda tradición de que, si se
pagaba una pequeña cantidad de dinero al templo, uno quedaba libre de la obligación
de cuidar a sus padres. Esto era grave, porque con la excusa de tradiciones o normas
humanas se estaba anulando el mandamiento de Dios que manda atender a los
padres. El culto es bueno; pero por encima del culto están los deberes profundos del
corazón: el amor y la presencia del Dios misericordioso.
Hoy se nos advierte sobre el fariseísmo. Todos podemos ser fariseos: si damos más
importancia a las prácticas externas que a la fe interior, o si damos prioridad a normas
humanas por encima de la caridad o la justicia, o nos aferramos a la letra de las leyes y
descuidamos el espíritu de esas mismas leyes. Entre los cristianos hay muchos que
aparentan ser fieles cumplidores de la ley: van a misa los domingos y cumplen otras
leyes de la Iglesia; pero luego en casa son déspotas, intransigentes o criticones, o
asisten a espectáculos inconvenientes, etc. De ellos también se puede decir: “Este
pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mi”.
Es necesario cumplir la ley y las tradiciones siempre que nos lleven a una relación
más íntima y personal con Dios y un mejor servir a los hermanos, porque hay leyes y
tradiciones que entorpecen el camino hacia Dios. Por eso hay que mejorarlas, es decir,
purificarlas como continuamente debemos purificar el corazón. Los fariseos se
escandalizaban por algo pequeño (el lavado de manos) y no les importaba el dolor y la
angustia de los enfermos o la alegría de los que recibían la salud. Por eso les llamaba
Jesús: “hipócritas”. Que no nos lo tenga que llamar a nosotros.