DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Homilía del P. Antoni Pou, monje de Montserrat
17 de enero de 2016
Is 62,1-5 / 1 Cor 12,4-11 / Jn 2,1-12
Con el Evangelio de las bodas de Caná, nos llegan todavía ecos de la fiesta de
Navidad y de Epifanía. Si siguiéramos el ritmo de la lectura de los Evangelios
correspondientes al ciclo C del tiempo ordinario hoy tocaría leer un fragmento del
Evangelio de Lucas, pero en la liturgia quedan reminiscencias de la Fiesta de la
Epifanía antigua, que originariamente contemplaba los tres misterios: el de la
adoración de los magos, el bautismo de Jesús y las bodas de Caná. Las bodas de
Caná en el Evangelio de Juan supone la primera manifestación pública de la Gloria de
Jesús, que toma imagen en este milagro, o signo, de convertir el agua en vino.
Jesús, sus discípulos, su madre y sus hermanos son invitados a un banquete de boda.
El mayordomo se ha quedado corto, y se está acabando el vino. La madre de Jesús se
da cuenta y le dice que haga algo: "no les queda vino". La madre de Jesús no quiere
que la alegría y la fiesta se acaben. La respuesta de Jesús es sorprendente: "Mujer,
déjame, todavía no ha llegado mi hora". Pero su madre, no escucha las excusas del
hijo y dice a los servidores que hagan lo que él les diga. La madre de Jesús le conoce,
confía en sus posibilidades. No es una madre posesiva que prefiere que su hijo se
quede en casa y no se meta en problemas... ella comprende cuál es su misión y le
incita.
Pero las palabras de Jesús, debemos reconocerlo, también tienen su parte de razón.
Todavía no ha llegado su hora, porque el momento de la gran manifestación de Jesús,
su epifanía propiamente dicha, será en la hora de la cruz, cuando en su abandono al
Padre, entregará su Espíritu. Y es el Espíritu el que será capaz de transformar la
religión caduca de la ley en la nueva alianza de la gracia.
Pero la madre de Jesús le empuja a empezar a hacer presente ahora, lo que al final ya
dará en plenitud, es decir, su amor transformador. Jesús hace llenar de agua las
tinajas destinadas a las abluciones prescritas por la ley, y la convierte en vino. Un vino
mejor, como incluso el mayordomo reconoce, cuando le dice al novio: "Todo el mundo
pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has
guardado el vino bueno hasta ahora". El vino mejor, es el símbolo de la fiesta, de la
alegría, del amor, y del Espíritu Santo.
La Iglesia, como la madre de Jesús, tiene también ahora, este papel comprometido.
Como una madre solícita, se da cuenta de la falta de gozo y de alegría en tantos
hogares, en tantas comunidades, en tantos de corazones. Y nos implica. Nos da la
misión de ser como "zahoríes", como aquellos especialistas que buscan las vetas
subterráneas de agua escondidas para que emerja la alegría en los corazones
atribulados, en las comunidades cansadas, en las situaciones conflictivas. Pero ¿cómo
hacerlo, si incluso nosotros, a menudo nos sentimos sin aliento? La madre de Jesús,
nos vuelve a coger y nos dice: "Haced lo que él diga". Es pues con la relación personal
con Jesús, con la escucha de su palabra, que contribuiremos a hacer posible el
milagro de la alegría. El milagro de la fiesta.
No hace mucho alguien nos comentaba cómo Montserrat es un santuario que tiene
como elemento característico la fiesta. Ciertamente, "cada día es Fiesta en
Montserrat", a veces oímos que se dice. Esto no quiere decir que los que vivimos en
Montserrat, estemos ociosos, de trabajo no nos falta... pero es verdad que este
santuario se ha convertido en lugar de celebración: numerosos grupos suben para
venerar a la Virgen, al tiempo que muestran su alegría con los cantos, los
instrumentos, las danzas, los gigantes... incluso cuadrillas de demonios suben y
bailan, o vienen a misa en Montserrat, olvidando sus travesuras.
La fiesta y la alegría no tienen porque significar despreocupación; por el contrario,
pueden ser el premio y la expresión del fruto de la implicación, del haber convertido el
agua en vino, siguiendo las palabras de la madre de Jesús, y de su hijo. Los que
suben a Montserrat y oyen cantos, y bailes, como los que oía el hermano mayor del
hijo pródigo cuando volvía a casa, que no se engañen. La mayoría de veces no son
cantos de evasión, son a menudo signos visibles, de una transformación operada por
el Espíritu de Jesús. Un milagro que no siempre se ve, pero que los monjes podemos
a menudo testimoniar y que alimenta continuamente nuestra fe: la eficacia de la
Palabra de Jesús en el corazón de las personas. La epifanía de la gloria del
Resucitado que nos sale al encuentro. El milagro del agua convertida en vino.
En la celebración de la eucaristía, consagramos el pan y el vino, fruto de nuestro
trabajo, para convertirlos en la presencia de Jesús y de su espíritu en medio de
nosotros. El vino es el símbolo de la alegría, de la entrega de Jesús al Padre, que se
ha hecho vida para todos. Cuando participamos de la Eucaristía recordamos las
palabras de la madre de Jesús que nos envía a desenterrar en nuestro mundo la
alegría, y las semillas del Reino de Dios: "no les queda vino".