SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA, CICLO C
(Génesis 15:5-12.17-18; Filipenses 3:17-4:1, Lucas 9:28b-36)
Las estadísticas de la edad promedio de la muerte llama la atención. En los
cien años entre 1900 y 2000 el número se puso por revés. Al principio del
siglo veinte los hombres en los Estados Unidos murieron por el promedio a los
cuarenta y siete años. Al final llegaron por el promedio a setenta y cuatro
antes de fallecer. Tan impresionante como sea este suceso, todavía la muerte
da mucho para lamentar. Sigue como la disolución de las esperanzas de los
hombres. Muchas veces representa la culminación de una desintegración total
de la mente. No, a pesar de los mejoramientos de lo largo de la vida, la
muerte sigue como reto durísimo. En el evangelio hoy se encuentra a Jesús
hablando con dos profetas antiguos sobre el tema.
Jesús está rezando en la montaña cuando se cambia de aspecto. Su rostro y
su ropa brillan como relámpago. El resplandor da una vislumbre de su gloria
más allá que la muerte. Cuando aparecen Moisés y Elías con él, los tres hablan
de su éxodo. Este término significa tanto su resurrección y ascensión como su
muerte. Por eso, se puede decir que no sólo cambia aquí la apariencia de
Jesús sino también la realidad de la muerte.
Dios proporcionó la muerte a los seres humanos como castigo por sus pecados.
La hizo como el aislamiento perpetuo por la rebeldía humana contra su
voluntad. Sí, ha provisto que la muerte lleve el beneficio de llamarnos de la
letargia para hacer algo con la vida. Pero no ha retirado su terror que desafía
siempre nuestros mejores esfuerzos. Sin embargo, ya Dios en su misericordia
nos ofrece una alternativa para la muerte terminal. Por el sacrificio de Jesús la
convierte en un puente a la gloria.
En el evangelio de Lucas se presenta Jesús como hombre completamente
inocente de crimen. Anda siempre curando las heridas de la gente y
exhortando su compasión. Intolerante de tanta bondad, el mundo lo
crucificaron. Pero porque es hijo de Dios, Jesús resucita de la muerte a la
gloria. Además, les promete a aquellos que lo siguen el mismo destino. En un
sentido es como la historia de varios refugiados de Vietnam. Por haber servido
a los americanos, recibieron el transporte a la seguridad cuando su gobierno
cayó en manos comunistas.
En el evangelio Dios Padre les avisa a los discípulos de la nube que escuchen a
Jesús. Tiene en cuenta sus palabras sobre la necesidad de perder la vida para
ganarla. Su mensaje da eco en nuestros oídos hoy día. Dios quiere que nos
sacrifiquemos a nosotros mismos para ayudar a los demás. Una mujer cuida a
su hermana mayor que está débil tanto mental como físicamente. La hermana
menor prefería pasar su tiempo en su propia casa haciendo tareas y
relajándose cuando le dé la gana. Pero todos los días hace el sacrificio de
acompañar a su hermana en su residencia.
La cuaresma es el tiempo indicado para reordenar las prioridades de la vida.
Nos proporciona un tramo sustancioso entre las festividades navideñas y las
delicias de la primavera para cumplir dos tareas. En primer lugar hemos de
reflexionar en el interrogante: ¿quién es más importante, el yo o Jesús? Si
nuestra respuesta es Jesús, querremos sacrificarnos por al bien de otros. En el
norte el clima de estos cuarenta días corresponde al significado de este reto.
El frío del principio nos recuerda de la muerte que nos aguarda. Y el calor
regresando al final del tiempo no deja con la promesa de la vida nueva.
Poco antes de su muerte el doctor Martin Luther King dio un famoso discurso
conocido como “He estado en la cima de la monta￱a”. En ello declar￳ que
había visto la tierra prometida: una América donde reina la justicia. Con el
evangelio hoy nosotros podemos decir que hemos estado en la cima de la
montaña. Allí hemos visto tanto la gloria de Jesús y nuestra gloria cuando
escogemos a morir con él. Hemos visto hoy nuestra gloria cuando moramos
con Jesús.
Padre Carmelo Mele, O.P