2ª semana de Cuaresma. Jueves: Lc 16, 19-31
Esta parábola del pobre Lázaro y el rico Epulón está dicha por Jesús especialmente
para los fariseos, que aparentaban tener religión porque hacían actos religiosos, pero
que en realidad no tenían la religión del amor. En esta parábola hay dos temas de esos
que no suele gustar mucho que nos hablen claramente: la riqueza y el infierno. Y lo
hace con una parábola que tiene mucho de realidad palpable, por eso hasta da un
nombre propio al pobre: Lázaro. Al rico simplemente le llama “Epulón”, que significa
comilón. El hecho es que éste se lo pasa muy bien, pero después de la muerte se lo va
a pasar muy mal, mientras que el pobre se lo pasa mal, pero después de la muerte se
lo va a pasar muy bien. Llegará un momento en que se hará plena justicia.
San Lucas es el evangelista que más trata el problema de la riqueza como algo que
entorpece el camino hacia Dios. Quizá, al ser secretario de san Pablo, en aquellos
viajes por Grecia y otros lugares, se dio cuenta del abismo que había entre pobres y
ricos y recordó más las palabras que Jesús había dicho en este sentido. No nos quiere
decir el evangelio que sólo por el hecho de ser uno rico se va a condenar y por el
hecho de ser pobre se va a salvar; pero hay mucho adelantado. Las expresiones en
este tercer evangelio: “bienaventurados los pobres” y “ay de los ricos”, vienen a decir
que las riquezas es un gran impedimento para salvarse. En algún lugar lo explica
diciendo: “Ay de los que se aficionan al dinero”. Claro que hay gente que tiene dinero y
no está esclavizado por él; pero, como decía san Alfonso Mª de Ligorio: es mucho más
fácil envenenarse para el que tiene mucho veneno en casa que para el que no tiene.
También hay que decir que hay mucha gente pobre, que no tiene dinero, pero que
tiene el corazón atenazado por él. Muchos de estos pobres son ricos en su corazón,
porque desean a toda costa ser ricos, tener mucho dinero. Y no precisamente para dar
más limosnas, sino para pasárselo en grande, tener muchas diversiones... Y luego con
seguridad abandonarían a Dios y despreciarían a todos los pobres. La riqueza tiene
dos grandes riesgos: El de cerrar el corazón a Dios, porque se contenta con la felicidad
de esta vida, y el de cerrar el corazón a los demás, dejando de mirar al pobre de cerca.
De aquel rico epulón no se dice que fuera injusto o que robase o maltratase al
pobre. Y sin embargo se condena. No es por lo que tiene, sino por lo que le falta. Le
falta mucho amor y caridad. La riqueza, como dije, impide ver la necesidad que está
quizá junto a nosotros. Impresiona, sin embargo, ver cómo aquel rico, cuando ya está
sufriendo, se interesa por los de su casa. Mucho tenía que sufrir para que suplique que
no les pase lo mismo a sus hermanos ricos que están en la vida.
El evangelio nos habla del infierno. No es que sea un castigo que Dios quiera para
los malos. En verdad Dios quiere que todos se salven; pero respeta la libertad de los
humanos. Y nosotros somos tan necios que despreciamos las palabras de Dios,
vivimos a sus espaldas y nos condenamos nosotros mismos. Por eso es tan importante
conocer los mensajes de Dios y seguirlos. Sabemos que el principal mensaje es el
amor. Pero el amor no puede ser verdadero si en este mundo no hay desprendimiento
de los bienes terrenos, mientras buscamos al mismo tiempo el bien de nuestros
hermanos que sufren de pobreza material o espiritual. Porque la ayuda no sólo es de
bienes materiales. A veces lo que hay que distribuir es aliento y cariño.
El rico epulón, desde sus sufrimientos, quería que Dios salvara a sus hermanos con
“milagritos visibles”. Hay personas que sólo buscan la religión cuando hay algo
espectacular. Esas emociones suelen ser pasajeras. El evangelio nos dice que la
palabra de Dios la tenemos con nosotros. Está en la predicación normal de la Iglesia,
está en la lectura reposada y meditada de la Sagrada Escritura. Los vicios no dejan ver
la luz por muchos enviados extraordinarios que haya. Sólo la entrega a Dios con el
desprendimiento de lo externo, nos puede llevar a la verdadera luz.