II Domingo de Cuaresma, Ciclo C
El otro rostro de los seres humanos
En Bolivia estamos consternados por el acto criminal que ha causado seis
muertos y muchos heridos en la alcaldía de la ciudad de El Alto. Con motivo de
una manifestación los criminales incendiaron parte de la alcaldía provocando
caos y muerte. Nos sumamos a las manifestaciones de condena expresadas por
la Conferencia de los Obispos del Oriente y de la Conferencia Episcopal de Bolivia
y mostramos nuestra solidaridad y oración con tantas familias víctimas del
terrible crimen.
En este contexto la palabra de Dios de este domingo segundo de la cuaresma
nos abre a una esperanza, pues nos ofrece la escena de la transfiguración como
un preludio del final del recorrido cuaresmal, que será la Pascua, pero el camino
hasta la gloria hay que recorrerlo a través de la Pasión. Ésta es la función que
cumple a la mitad de los evangelios sinópticos la narración de la transfiguración.
Es el anuncio anticipado de la gloria real de Jesús en su resurrección. La
transfiguración revela que el único camino hacia la gloria del Hijo del Hombre es
el del sufrimiento y del rechazo (Lc 9,27-36). La narración nos cuenta un
momento crucial de encuentro revelador de Jesús con Pedro, Santiago y Juan. Es
un encuentro en un monte, que la tradición identifica como el Tabor. Jesús se
transfiguró delante de sus discípulos y su rostro se convirtió en otro muy
refulgente. El blanco brillante de la luz pertenece al lenguaje apocalíptico y
significa la pertenencia de Jesús al mundo divino (Dn 7,9; Ap 1,14; 2,17).
Nuestro refrán dice que la cara es el espejo del alma. Lo que ese rostro brillante
revela está en relación con la identidad mesiánica de Jesús, expresada por Pedro
anteriormente al decir “tú eres el Mesías de Dios” y está vinculado a la
predicción de su destino recogida en los anuncios de su pasión que enmarcan la
transfiguración. Pero lo específico de Lucas en esta narración sinóptica es que de
nuevo toda esta realidad de pasión y gloria anticipada sólo se percibe en el
marco de la oración que caracteriza la vida de Jesús y debe caracterizar la
nuestra.
El lenguaje de la escena tiene matices del género literario apocalíptico y
elementos del Antiguo Testamento para subrayar la acción divina en esa
transfiguración. El diálogo de Jesús con Moisés y Elías resalta la trascendencia de
Jesús. Moisés era el guía liberador del pueblo de la esclavitud de Egipto y el
mediador de la ley de Dios. Elías fue el que recondujo al pueblo desde el culto
idolátrico a Baal al culto del Dios verdadero. Uno y otro sufrieron el rechazo y la
persecución como Jesús. Y los dos hablan del éxodo a completarse en Jerusalén,
es decir, de su muerte y resurrección como parte del plan de de salvación.
Según la tradición judía, ambos personajes fueron arrebatados al cielo. Al estar
hablando con ellos Jesús, se expresa que éste está al nivel de la gloria
celestial.
A los discípulos que hablan con Jesús la nube también luminosa los cubrió (Éx
24,16). Ellos están envueltos en la teofanía que revela que Jesús es el Hijo
amado de Dios, elegido y destinado para transfigurar con él a todos sus
hermanos, envolviéndolos en su misma gloria. Recurriendo al Dt 18,15 se
subraya la necesidad de escuchar a Jesús. Lo que realmente transfigura al
hombre revistiéndolo de gloria es escuchar la palabra de Dios en la intimidad de
la oración con el Padre, es concentrar nuestra atención sólo en Jesús, es
contactar con Jesús que nos resucita en medio de los temores de la vida y es
comprender el destino del Hijo del Hombre en la Pasión. Jesús es el otro rostro
de los seres humanos. En su gloria, como vencedor del mal, del pecado y de la
muerte, podemos participar también nosotros y ser transfigurados con él y como
él. En el seguimiento de Jesús es preciso emprender el camino aventurado de la
fe, el camino del sacrificio por amor como Jesús a favor de los sufrientes y
desfigurados de esta tierra. Los discípulos quedamos emplazados a recorrer este
mismo camino, como Pablo, escuchando el mensaje del evangelio, hasta sufrir
por él, que es el auténtico instrumento de transfiguración de la vida de los
seguidores de Jesús. En el camino cuaresmal no es necesario buscar más cruces
que las que ya existen. Bajemos, pues, desde las nubes y aterricemos donde los
seres humanos llevan en sus cuerpos las marcas de la injusticia, la desfiguración
del crucificado, y entonces experimentaremos la auténtica transfiguración de
nuestra vida y de nuestro mundo.
La verdadera transfiguración realizada por Cristo, al enviarnos su Espíritu, como
resultado de su Pasión y Resurrección, es la transformación del corazón humano
capacitándolo para vivir en la relación estrecha de Alianza con Dios. Una Alianza
que ya desde el principio se vislumbra inquebrantable de parte de Dios.
Abrahán acogió en la fe las promesas de Dios, que fiel a su Alianza con Abrahán,
las hará cumplir (Cf. Gn 15,5-18). Lo que no sabe nunca es cómo y cuándo Dios
cumplirá sus promesas, pero la realidad es que se cumplen. En Cristo sabemos
que se han cumplido las promesas de Dios y por eso acogerlo a él y escuchar el
misterio de su Pasión y de su muerte y Resurrección, acoger el mensaje de su
éxodo de este mundo en su camino hacia el Padre, tal como dice Moisés y Elías,
acoger el mesianismo del sacrificio por amor misericordioso a sus hermanos, es
el camino de la verdadera transformación del corazón, prefigurada en la
transfiguración del rostro. Otro rostro es posible en esta humanidad desfigurada
porque la transfiguración de Cristo nos transfigura a todos nosotros, si somos
capaces de configurarnos con él mediante la fe.
Cuando uno hace un viaje de día en avión, al mirar un poco hacia arriba, aún a
pleno sol se vislumbra la oscuridad del vacío. Se puede comprobar que sólo
donde hay tierra, donde hay cuerpos, donde hay materia, puede dar la luz su
resplandor. No basta el sol para que haya luz, es necesaria la tierra. También
Dios es luz y requería un cuerpo para mostrar el esplendor de su gloria. El
cuerpo de Jesús, y éste crucificado, hará brillar la gloria de Dios con todo su
esplendor. La transfiguración lo preconiza. Es paradójico que lo más opaco de la
materia, un cuerpo rematado por la muerte injusta, se transfigure en un cuerpo
de gloria.
Podría parecer que la transfiguración es un acontecimiento exclusivo de Jesús,
pero no es así, pues lo que en Jesús es una realidad que revela su identidad
divina y su destino mesiánico de gloria que pasa por la Pasión hasta la cruz, en
los creyentes es una realidad dinámica de transformación continua del ser para
vivir como hijos de Dios. Pablo exhorta a los cristianos a no amoldarse a los
criterios de este mundo sino a transformar la vida con la renovación de nuestra
mente, por la entrega de la vida, como único sacrificio agradable a Dios (Rm
12,2). Los creyentes nos vamos transfigurando en imagen de Dios por obra del
Espíritu (2 Cor 3,18) Siempre es el mismo verbo: “Transfigurar”. Con términos
semejantes se expresa en Flp 3,21 afirmando la transformación de nuestra
condición humilde en condición gloriosa con su misma energía. En el contacto
permanente con Jesús en la oración y mediante la escucha de su Palabra
también en nosotros se puede transformar el rostro asemejándose al suyo.
Parece un hecho comúnmente comprobable que los rostros de un hombre y una
mujer que han vivido juntos en matrimonio durante mucho tiempo, en la
madurez se acaban pareciendo también físicamente. Y es que han compartido la
vida, las alegrías y las penas, la risa y el llanto, el dolor y la esperanza. Y sus
rostros se han transformado en el del amado. Algo así puede sucedernos a
nosotros, que nuestros rostros se transfiguren con el de Jesús, al compartir con
él la entrega generosa de cada día. En el Salmo 50 invocamos al Espíritu:
“renuévame por dentro con Espíritu firme, no me quites tu santo espíritu,
afiánzame con espíritu generoso”, para que en nosotros se realice la
transfiguración de nuestra mente y de nuestro interior, mediante la
configuración de la nueva personalidad con Cristo, especialmente a través del
amor a los rostros más desfigurados del mundo. Dejemos que nuestra cara sea
también el espejo de un alma transfigurada y trastocada por la gloria de Jesús
en su Pasión.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura