Domingo III de cuaresma/C (Lc 13, 1-9)
“Si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera”. La grave y
repetida advertencia del Señor: “si ustedes no se convierten, todos perecerán de la
misma manera”, es una seria invitación al cambio. Quien se obstina en el mal
camino y no se convierte al Señor de corazón camina hacia la propia y definitiva
destrucción, a la muerte eterna. Es de esta “segunda muerte” (ver Ap 20,6.13-15;
21,8) de la que advierte el Señor.
No es que Dios se complazca en el castigo, Él no quiere la muerte del pecador, sino
que se arrepienta y viva, como enseña San Basilio cuando dice que “Es propio de la
divina misericordia no imponer castigos en silencio, sino publicar primero sus
amenazas excitando a penitencia, así como hizo con los ninivitas y ahora con el
labrador, diciendo “Córtala”, estimulándolo a que la cuide y excitando al alma
estéril a que produzca los debidos frutos”.
En este tiempo de Cuaresma no podemos perder de vista que además de
esforzarnos por abandonar nuestros vicios y rechazar el pecado, la conversión que
el Señor quiere de nosotros consiste asimismo en dar fruto : “La gloria de mi Padre
—dice el Señor— está en que den mucho fruto, y sean mis discípulos” ( Jn 15,8).
Esos frutos son las obras buenas.
Así como los frutos de una higuera son concretos, visibles, así también deben ser
los frutos en nuestra vida cristiana: deben ser concretos, visibles a los demás. No
se trata ciertamente de buscar ser reconocidos, apreciados, aplaudidos, enaltecidos
por los frutos de las buenas obras, sino que se trata de que muchos al ver tus
buenas obras “glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos” ( Mt 5,16). No se
trata de alimentar tu vanidad buscando que por tus obras seas alabado, sino de
señalar siempre humildemente el origen de todo lo bueno que tú puedes hacer:
Dios.
Usando la imagen agrícola del Señor, podemos decir que todo esfuerzo por
despojarnos de los vicios (Cfr. Col 3,9-10) y cortar las conductas pecaminosas que
nos impiden dar frutos de santidad se compara a la poda. Al podar un árbol se le
despoja de todo aquello que consume inútilmente el vigor que necesita para dar
mucho y buen fruto. Podar un árbol es quitarle algo que no sirve para que dé más
de lo que verdaderamente sirve (Cfr. Jn 15,2). En este sentido, la “conversión
significa eliminar los obstáculos que se interponen entre Él y nosotros, entre su
gracia y nosotros, y permitir que Su vida se instaure en nosotros. Convertirse
quiere decir adquirir una mentalidad nueva, por la que vemos como ve
Jesús , queremos como quiere Jesús y vivimos como vivió Jesús . Vivir de Él y
como Él es el fin del cristiano, hasta el punto de que puede decir con San Pablo:
“no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” ( Gál 2, 20)” (S.S. Juan Pablo II).
Dios, que es “rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó” ( Ef 2,4),
ha hecho y hace todo lo que está de su parte para que podamos responder a
nuestros anhelos de plenitud, de felicidad, de amor, de Infinito: “¿Qué más se
puede hacer ya a mi viña, que no se lo haya hecho yo?” ( Is 5,4). ¡Dios ha hecho
hasta lo impensable, lo inaudito! ¡Dios nos ha entregado a su propio Hijo! Por Él nos
ha dado a la Iglesia y por ella ha puesto a nuestro alcance los medios necesarios
para poder vivir la vida en Cristo: los sacramentos. Ahora implora nuestra
respuesta generosa y nos alienta a que acojamos la gracia derramada en nuestros
corazones (Cfr. Rom 5,5), que no la tornemos estéril sino que con nuestra decidida
cooperación produzcamos en la vida cotidiana frutos de conversión
(Cfr. 1Cor 15,10; 2Cor 6,1-3).
¿Y qué frutos concretos espera el Señor de mí? Frutos de servicio y atención a los
miembros de mi propia familia; frutos de perdón y reconciliación con quienes me
han o he ofendido; frutos de solidaridad y caridad con los necesitados; frutos de
generosidad con quien me pide cualquier tipo de ayuda; frutos de estudio y
conocimiento de la propia fe para poder dar razón de ella a muchos; frutos de un
apostolado irradiante; etc.
Demos, pues, los frutos que el Señor espera de nosotros, fuertemente adheridos al
Señor, nutriéndonos de la savia viva de su amor y de su gracia, con la conciencia
de que sin Él no podemos dar fruto (ver Jn 15,4-5). Los nuevos tiempos requieren
dar cuenta de la experiencia de Dios, hoy es urgente conocer y explicar nuestra fe
en Jesucristo, en nuestra Iglesia, y vivir lo que creemos para no terminar creyendo
como estamos viviendo.
Que la Madre de Dios nos ayude a avanzar paso a paso mediante los actos de cada
día sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo,
nos ayude a dar lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)