III Domingo de Adviento, Ciclo C
Llamada insistente a la conversión
La cuaresma es el tiempo de gracia que vivimos los cristianos como camino hacia
la Pascua, hacia la renovación de la fe cristiana en la confesión de que Jesús, el
crucificado y resucitado es el Señor. La Biblia nos revela que Dios es liberador por
su misericordia eterna. El Señor que liberó a su pueblo Israel de la opresión de
Egipto, a través de Moisés, es quien nos libera ahora del dominio del diablo, del
pecado y de la muerte, mediante la muerte por amor y la resurrección de
Jesucristo de entre los muertos. El recorrido de la cuaresma nos permite acoger
la llamada a la conversión que Jesús nos hace, escuchar el mensaje del Evangelio
y la propuesta de incorporarnos plenamente en la dinámica del Reino de Dios,
revisando nuestras actitudes, nuestras conductas y nuestro estilo de vida,
asumiendo con Jesús y como Jesús el camino hacia la Pascua: Un camino de
pruebas, de dificultades y de conflictos, un camino de liberación del pecado y de
los bajos instintos, a través del cual se puede ir configurando en cada uno de
nosotros una criatura nueva, impulsada por el Espíritu de Dios en la identificación
con Jesús. Éste, con su muerte por fidelidad a la voluntad del Padre, ha conseguido
la gracia y la amnistía para el género humano, el perdón de Dios y la rehabilitación
del hombre pecador, y quiere llevar a cabo la transformación del corazón humano
con su entrega por amor en el sacrificio redentor de la cruz.
El tercer domingo de la cuaresma es una llamada insistente a la conversión. Dios
es el que llama a sus hijos a vivir una realidad nueva. Pero Dios se nos anticipa
con su gracia liberadora. La lectura del Éxodo lo pone de manifiesto: "He visto la
opresión de mi pueblo,... me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos"
(Ex 3,1-15). Es el lenguaje del Dios que se revela a Moisés y no se manifiesta
como una divinidad impasible y ajena al hombre y a su historia. Dios se revela
como un Dios atento al dolor, al sufrimiento y la opresión. Y ahí es donde quiere
intervenir mostrándose como liberador. Eso es lo que implica el sentido dinámico
del nombre de Dios en la Biblia. No sólo se ha de entender con la mentalidad
estática del "Yo soy el que soy", sino con otra mucho más histórica: "Yo soy el
que actúa" aquí y ahora en la historia.
Al Dios liberador del que Moisés es testigo, es a quien los creyentes hemos de
volver si queremos convertirnos en serio. Pero si la religión se vive como una
seguridad tranquilizadora y rutinaria, que nos deja en el fondo impasibles,
especialmente ante el dolor y la injusticia de los oprimidos de este mundo,
entonces la advertencia de Pablo es grave: ¡Cuidado! (1 Cor 10 1-12).
El evangelio reclama proféticamente una profunda conversión, que implica un
cambio de mentalidad y de estilo de vida. El verbo inicial de la cuaresma con la
imposición de la cruz en el miércoles de ceniza era una llamada a la transformación
interior de la persona, un cambio que debía afectar a todo nuestro ser:
sentimientos, conocimiento y voluntad. Es lo que el evangelio
denomina metanoia. En el evangelio de Lucas el verbo correspondiente a este
cambio de mentalidad se reserva para la sección propia lucana de la subida a
Jerusalén de Jesús con los discípulos y discípulas, donde aparece diez veces. Así,
en este recorrido, Jesús los instruye sobre la gran misericordia de Dios y a la par
les da la lección del estilo de vida que la misericordia liberadora de Dios conlleva
como consecuencia.
Tras la alusión a la supuesta responsabilidad de las víctimas ante los dos trágicos
acontecimientos referidos en el fragmento lucano dominical (Lc 13,1-9), según el
cual Pilatos había mezclado la sangre humana de los galileos con la de las víctimas
de los sacrificios y la caída de la torre de Siloé había provocado la muerte de
dieciocho personas, Jesús reitera la interpelación a la conversión con un lenguaje
contundente: "como no se conviertan ustedes, perecerán todos lo mismo". De
esta forma Jesús pone de manifiesto que no hay relación ni proporción entre la
realidad de los hechos dramáticos relatados y la supuesta culpabilidad de las
víctimas. Sin embargo, Jesús aprovecha la ocasión para apelar a la
responsabilidad y culpabilidad personal en la existencia del mal. Así se propicia
una llamada urgente a la conversión, pues quien se orienta por cualquier tipo de
mal en la vida, verdaderamente perecerá, si es que no está ya perdido del todo.
En nuestro mundo se tiende todavía a culpabilizar a las víctimas de cualquier
drama humano. En el fondo mucha gente piensa que si a alguien le toca sufrir
algún tipo de mal natural o ser víctima de algún desastre natural, debe ser como
pago malicioso del destino por algún mal realizado a título personal. Jesús libera
de ese pensamiento fatídico, pero no exime a cada cual de su propia culpa en la
gestión de su propia vida y de los dones recibidos.
La llamada amenazante a la conversión queda ilustrada por la parábola de la
higuera estéril, que muestra tanto la apremiante necesidad del cambio en el
corazón y en las estructuras humanas como la incomparable e infinita misericordia
de Jesús con su pueblo, del cual por mil generaciones sigue aguardando un fruto
digno. Sin embargo ser conscientes de esta infinita espera no puede legitimar
ningún tipo de conformismo pasivo. Más bien al contrario, en esta cuaresma
disponemos de un año más para cavar y excavar alrededor de nuestra
personalidad, limpiarla de toda maleza, abonarla adecuadamente con los valores
del evangelio y orientarla hacia la liberación y la misericordia que, proféticamente,
Jesús mediador definitivo ante el Padre, nos posibilita.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura