3ª semana de Cuaresma: Miércoles: Mt 5, 17-19
La religión de los judíos en tiempos de Jesús se diferenciaba esencialmente de la
que tenían los paganos en que éstos consideraban a un dios lejano, al que había que
acudir, mientras que en el Ant. Testamento se dice que Dios estaba cercano y acudía a
salvar a su pueblo y a dar normas para que pudiera caminar por el camino recto. Estas
normas son principalmente los diez mandamientos, habiendo también otros mandatos.
El hecho de que Dios nos dé mandamientos es algo bueno, es una expresión de la
bondad de Dios, que nos señala el camino a seguir y no nos deja abandonados a
nuestra suerte. La mayor señal de que Dios nos ama es que El mismo se hace hombre
para enseñarnos mejor este camino. Nuestra fe nos dice que Jesús es Dios hecho
hombre, que nos habla y nos da palabras de vida eterna. Por lo tanto conocer esas
palabras y todo su pleno sentido debe ser nuestro mayor empeño en la vida.
De hecho hacer la voluntad de Dios será nuestra salvación. El mismo Jesús nos
enseña el amor a la voluntad de Dios. Él mismo, porque también era hombre, decía:
“Mi comida consiste en hacer siempre la voluntad del que me envió” (Jn 4, 34). No es
fácil, porque debemos comenzar por morir a la propia voluntad, para entregarnos al
gobierno de Dios, manifestado por sus mandamientos. Por eso es por lo que nos
interesa tanto conocer cuál es la voluntad de Dios. Esta se puede manifestar de varias
maneras; pero hoy nos fijamos especialmente en conocer sus mandamientos.
En el tiempo de Jesús no era fácil, pues los fariseos, deseosos cumplidores de toda
la Ley, la habían complicado de tal manera, que, como diría Jesús, la habían hecho
consistir en un “yugo” difícil para poderla soportar. Así pues, ni los mismos doctores,
que la interpretaban, la cumplían. Jesús hoy nos dice que El no ha venido para quitarla
o cambiarla, como algunos fariseos ya decían, al oír a Jesús o verle hacer una
curación, como acto de caridad, en un día de sábado o descanso. Jesús había venido
para enriquecer los mandatos de Dios, para iluminarlos, de modo que podamos mejor
conocer cuál es la voluntad de Dios y con su cumplimiento podamos entrar en mayor
intimidad con Dios. Jesús se fija no sólo en la letra del mandamiento, sino sobre todo
en el espíritu de la ley. Y El nos enseña que el espíritu es sobre todo el AMOR.
Interpretando a Jesús, san Pablo nos dirá que “amar es cumplir la ley entera” (Rom
13,10). Y después san Agustín y Sto. Tomás de Aquino, las grandes lumbreras
intelectuales de la Iglesia, dirían: “Ama y haz lo que quieras”. Por eso cumplir la ley de
Dios consiste sobre todo en el empeño y la intención, de modo que podemos decir que
no hay tanto leyes pequeñas o grandes, obras pequeñas o grandes, porque las
pequeñas serán grandes si se hacen con mucho amor.
Y para comprender mejor la mente de Jesús sobre los mandamientos, después de
decir el enunciado principal, se pone a explicar algunos de los mandamientos de la ley
de Dios, que todos conocemos o debemos conocer. Lo importante es que no se va a
fijar sólo en la parte negativa, sino sobre todo en lo positivo que cada mandamiento
lleva consigo. Por eso Jesús se fija más que en mandamientos concretos, en actitudes
que deben tener sus seguidores. Esas actitudes están principalmente señaladas en las
bienaventuranzas que acababa de proclamar. Los mandamientos no deben ser
cumplidos por temor de un castigo, ni siquiera por cumplir un deber, sino por el amor.
Termina hoy diciendo Jesús que no nos tenemos que contentar con cumplirlo, sino
que debemos enseñarlo a otros. Quien así lo haga, será grande en el reino de los
cielos. Dice san Basilio Magno que las palabras de Dios forman una armonía, que
resuena jubilosa cuando las observamos todas. Quien sólo observa una parte, es como
quien desafina en ese concierto. Pero hay algo que le da el toque especial de unión,
aunque uno no recuerde todos los preceptos: Es el amor que uno ponga en ese Dios
que es Padre y se preocupa de que sigamos por el camino recto y seguro de salvación.