IV DE CUARESMA (C) (Lucas, 15, 11-32)
La Parábola del hijo pródigo: “autorretrato” de la infinita misericordia de Dios Padre.
- Sin lugar a duda, es la Parábola más conmovedora del Evangelio. En ella,
a través de gestos y elocuentes expresiones, Cristo deja de manifiesto:
El inmenso amor de Dios a los hombres y la magnanimidad de su
misericordia que no se detiene, ni siquiera, ante la ingratitud del pecado,
con el que el hombre echa por tierra sus planes amorosos.
El Hijo Pródigo.-
- La parábola del hijo pródigo, bien analizada, puede ser la historia de
cualquiera de nosotros, con la diferencia de que tú y yo la hemos
protagonizado muchas veces: cada vez que hemos abandonado a Dios y
hemos optado por los caprichosos planes de nuestra libertad.
"Pasmaos, cielos, y horrorizaos sobremanera, dice Yahvé: Un doble
crimen ha cometido mi pueblo: dejarme a mi, fuente de agua viva, para
excavarse cisternas agrietadas incapaces de contener el agua" (Jr. II, 12-13)
¿Cuántas veces hemos nosotros abandonado esa “fuente de agua viva” y
nos hemos ido tras las veleidades de nuestros placenteros caprichos?
Autorretrato del corazón de Dios.-
- Nunca habíamos tenido la oportunidad de conocer el amor que Dios nos
tiene, con tantos pormenores, como en la descripción que el propio Cristo
nos hace de su corazón en la Parábola del hijo pródigo. Sirviéndose de la
figura de aquel padre, nos describe los sentimientos de ternura y
misericordia que Dios, nuestro Padre, siente por nosotros.
- No ha dejado de esperar al hijo y sale a su encuentro. Le abraza
- Le devuelve plenamente sus prerrogativas de hijo.
- No le reprocha, ni le echa en cara su anterior conducta.
- Y…, ¡hasta organiza un festín!
- Qué consolador es saber que Dios no deja de querernos, ¡a pesar de
nuestras infidelidades y de nuestras "calaveradas"! y que, a El le basta con
que estemos dispuestos a desandar el camino de nuestros errores,
volviéndonos arrepentidos a esa “Casa del Padre”, (que ahora la tenemos en
el Sacramento de la reconciliación), para que todo se restablezca.
- ¡Cuánto debiéramos valorar y agradecer el Sacramento de la Penitencia!
En el podemos recibir de El, y cuantas veces lo necesitemos, las mismas
muestras de misericordia que derramó sobre aquel hijo pródigo. >>>>>>
El hermano mayor.-
- Pero, la parábola no termina con el feliz regreso del hijo pródigo a la casa
de su padre. Como diría un taurino castizo: ¡Hasta el rabo “to” es toro!
Paradójicamente, podemos extraer importantes lecciones del reprochable
comportamiento del hermano mayor. Su hermano, sin abandonar
escandalosamente la casa del padre, demostró no ser “trigo limpio” . Su
actitud estuvo lejos de la que corresponde a un buen hijo y un buen
hermano.
- Este, aunque permaneció en la casa, sin haber dado ninguna desagradable
“campanada”, tenía sus sentimientos saturados de actitudes egoístas y de
desamor , impropias de un hermano:
- Estaba satisfecho y pagado de sí mismo. “Siempre te he servido.”
- La vuelta del hermano, en vez de alegrarle, le ha contrariado.
- Lo trata despectivamente: No lo llama hermano: “Ese hijo tuyo…”
- Siente envidia del agasajo que le ha hecho el padre.
- ¡Demostró estar tan falto de amor, como sobrado de egoísmo!
- Podríamos concluir, a la vista de estos hechos, que los dos necesitaban
conversión y perdón pero, ¡había una diferencia!: el hijo pródigo había
reconocido su pecado y había emprendido ya el camino de su
reconciliación, mientras que el hermano mayor, al estar ciego para
reconocer lo reprobable de su mezquina actitud, no sentía necesidad ni de
arrepentirse, ni de pedir perdón.
- Esto demuestra que, siempre estará más cerca de ser acogido por Dios,
quien pudo tener la desgracia de cometer un gran “descarrío”, pero lo
reconoce y, humildemente, pide perdón, que el que, sin dar una gran
“campanada”, sin cometer grandes desatinos, se ha acostumbrado, sin
embargo, a convivir con sus reprobables actitudes de suficiencia, de
egoísmo y de envidia que le corroen y le impiden la reconciliación y el
perdón de Dios.
- Afortunadamente nosotros no estemos en el caso del hijo pródigo.
Estamos en Gracia de Dios, no hemos abandonado la Casa del Padre…,
pero, ¡no nos vendría mal examinarnos con sinceridad!:
¿Cómo andamos de comprensión ante los fallos ajenos?
¿Suelo ser implacable al hacer juicios negativos de los demás?
¿Tiendo a ver la mota en el ojo ajeno, sin advertir la viga en el mío?
¿Soy de los que creen no necesitar de conversión?
¿Perdono de corazón las ofensas, como aquel Padre, o soy de los que,
“perdonan” pero no olvidan? Guillermo Soto