IV Domingo de Cuaresma, Ciclo C
La gran alegría de la misericordia
La parábola se conoce generalmente como la parábola del hijo
pródigo, pero hay quienes la denominan de otro modo: la de los
dos hijos, o la del padre bueno. Otros optan por no ponerle
ningún título y dicen solamente “Un hombre tenía dos hijos”. Lo
cierto es que es tanta su hondura humana y espiritual así como
su riqueza de detalles que el corazón humano se ensancha y
encuentra su paz al escucharla.
Los hijos de un mismo padre muestran los entresijos recónditos
de los comportamientos humanos abocados a la ruptura de la
fraternidad originaria de la familia humana cuando ésta se
desvincula de su relación fundamental con el padre basada en el
amor y en el encuentro generador de vida. El menor es el
prototipo de los publicanos y pecadores, de los alejados de Dios y
de los extraviados, de los marginados y excluidos, de la
humanidad errante en su anhelo emancipatorio. El mayor
encarna el talante de los fariseos y de los letrados en el
evangelio, de aquellas personas que, a pesar de pasarse la vida
frecuentando y hasta dirigiendo la casa de Dios, no han
experimentado la alegría de su encuentro. Andan merodeando la
casa del padre, pero engreídos y satisfechos de sí mismos y de
cumplir con lo mandado, están realmente más lejos de él que los
primeros. Ninguno de los dos hijos experimentaba la alegría de
estar y vivir con el padre. La mayor diferencia entre el hijo menor
y el mayor no está en la cercanía física respecto al padre, sino en
la conciencia de lo que significa ser y vivir como hijo y como
hermano. Es esa conciencia la que posibilita el retorno a la vida,
al encuentro y al hogar del hijo menor, mientras que su carencia
en el mayor le impide disfrutar de la gratuidad del amor y de la
convivencia aunque la tenga muy cerca.
Sin embargo, el padre es el protagonista central. El padre es la
imagen viva del Dios amor que Jesús de Nazaret nos ha revelado.
En el año jubilar de la misericordia la parábola de este domingo
de la alegría en el camino cuaresmal es la del hijo pródigo. Su
protagonista principal es el Padre, cuya misericordia le impulsa a
poner en marcha su inmenso amor mostrando su verdad más
profunda en obras sucesivas de acogida, de perdón y de
rehabilitación del hijo desahuciado, que culmina con la gran fiesta
de la misericordia entrañable en la plenitud de la alegría.
Esta plenitud de alegría es lo que nos propone la que podemos
calificar como una de las páginas más hermosas del Evangelio (Lc
15,11-32). Es de esas historias añejas y siempre nuevas que
deberíamos sabernos de memoria desde pequeños, de modo que
siempre lleváramos en nuestro bagaje cultural una palabra
excepcional de alegría y de esperanza. Por si alguien no la
recuerda bien, merece la pena resumirla:
Un hombre tenía dos hijos. El menor reclamó su parte de la
herencia y se marchó lejos, malgastó sus bienes y cayó en
desgracia hasta que, recapacitando, decidió volver a casa de su
padre. “Estando él todavía lejos, lo vio su padre y se conmocionó
y, corriendo, lo abrazó por el cuello, y lo besó”. El padre hizo
entonces la mejor de las fiestas para celebrar el retorno de aquel
hijo. El hijo mayor, que vivía con el padre, se disgustó con el
padre por haber festejado más la vuelta del pequeño que su
presencia permanente en la casa del padre. Pero el padre le
explicó: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.
Había que hacer fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo
estaba muerto y revivió, y estaba perdido y se le encontró”.
Es padre de los dos y con los dos se comporta en todo momento
como tal. Respetando la libertad del primero, lamenta su extravío
y anhela su vuelta, esperándolo cada día. El amor paciente y
dolorido del padre se torna apasionado y feliz al ver de nuevo el
retorno voluntario del su hijo. El amor del padre que perdona se
expresa en la serie de verbos que muestran su grandeza. Una
conmoción entrañable le impulsa a correr hacia hijo perdido, a
abrazarse a su cuello y a besarlo. Es el amor en acción,
convertido en gestos apasionados por el reencuentro del hijo
perdido. Ese amor está contenido en el primer verbo que expresa
la reacción del Padre. Es el verbo “conmocionarse”, en el cual nos
fijamos en primer lugar.
“Conmocionarse” ( splanjnizomai ) es como un superlativo de
emocionarse. Éste, etimo-lógicamente significa moverse desde
dentro, y es un movimiento interior, pero pasajero, pues una
emoción suele durar poco tiempo. Una conmoción, sin embargo,
es un movimiento que cambia la trayectoria de la vida. Es un
movimiento que complica, es decir que co-implica a toda la
persona en ese movimiento, tan interior que es profundamente
espiritual, pero que se verifica en un despliegue de acciones de
ayuda que expresan el amor no exigible a nadie y, por tanto,
gratuito.
En el trasfondo del término griego del Nuevo Testamento hay una
palabra de gran raigambre bíblica en hebreo, hesed , que se
corresponde con lo que expresa el sentido etimológico auténtico
del término castellano “miseri-cordia”. Si recuperamos para la
palabra misericordia la fuerza de su sentido originario,
purificándola de los aderezos e interpretaciones parciales,
encontramos todo su sentido profundo, es decir, el amor propio
del corazón que se dedica a atender cualquier situación de
miseria del ser humano. El término hebreo, traducido como
misericordia, es hesed , y una de sus correspondencias griegas
es eleos mientras que otra es el verbo splanjnizomai. Cotejando
los textos bíblicos donde aparecen estos términos se puede
apreciar que se trata de una cualidad con dos significados
fundamentales: misericordia , en el sentido de benevolencia
gratuita, de otorgar gracia y favor, y lealtad, que resalta el
aspecto de compromiso y fidelidad . Misericordia es la ayuda
concreta a quien lo necesita, sin esperar nada a cambio. Es un
derroche de gratuidad indebida e inmerecida, es una acción
liberadora y, en cierto modo, inesperada que va más allá de lo
previsible. Es una inclinación amorosa en favor del otro, un amor
desbordante que excede los límites de la justicia y por ello uno de
sus frutos principales es el perdón. Pero la misericordia no es sólo
pura acción ni se agota en ella, sino que es una disposición activa
que anida en el núcleo más íntimo del ser y que necesariamente
se traduce en acción a favor del otro. Dios, como el padre de la
parábola, es pura misericordia con el ser humano.
Y Dios espera que el ser humano corresponda a este amor suyo
con ese mismo tipo de amor al prójimo. Por eso las prácticas de
piedad que no tienen en cuenta esta exigencia profunda del amor
no sirven para nada. Cuando las prácticas religiosas y las
manifestaciones públicas de contenido religioso sólo sirven para
entretener a la gente distrayéndola de las exigencias del
evangelio y no corresponden a la auténtica misericordia, la
religión se desvirtúa y es pura farsa. Por todo ello la misericordia
es el paradigma de la acción de ayuda y se traduce en múltiples
obras de misericordia.
Hay otro verbo que destaca en esta parábola maravillosa. El
verbo griego correspondiente al beso (katafileo) destaca el
carácter extraordinario del mismo. Merece la pena recrearse en la
contemplación de este besazo. Es un beso efusivo e insistente,
que expresa una gran ternura y celebra en silencio la gran alegría
de un padre conmocionado. El padre no paraba de besar a su hijo
encontrado, se lo comía a besos. El besazo del padre abrazado a
su hijo es el culmen del encuentro del hijo perdido y arrepentido
con el padre misericordioso. Este amor indebido y gratuito es el
que sale al encuentro de la libertad del hijo y lleva consigo la
rehabilitación del hijo menor, convertido ya en criatura nueva. Y
ése es el motivo de la gran alegría. Por ello hay que hacer fiesta
grande.
Pero esto no es posible sin un movimiento libre del hijo que
reconoce la verdad de su culpa. Para tener la alegría de la
rehabilitación se requiere la osadía de pedir perdón, un perdón
que de parte de Dios está garantizado de antemano por medio de
Jesús. Para hacer fiesta y poder experimentar la más profunda
alegría que nos permite vivir como criaturas nuevas se requiere
pues, pedir perdón, sentir de cerca al Padre y la fuerza
entrañable de su amor y restablecer la fraternidad entre los seres
humanos. Asimismo el padre muestra su cariño hacia el hijo
mayor queriendo liberarlo de su obcecación para percibir la
gratuidad del amor que él le está brindando continuamente, e
invitándolo a participar de la fiesta del encuentro con el hermano
perdido, de su habilitación y de su nueva vida.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de
Sagrada Escritura