Domingo 2º de Pascua C: Jn 20, 19-31
Todos los años en este segundo domingo de Pascua la Iglesia nos presenta estas
mismas escenas en el evangelio: Jesús se hace ver por los apóstoles reunidos en la
tarde o noche del primer domingo de resurrección, y luego vuelve a presentarse, ahora
estando ya Tomás, el domingo siguiente, correspondiente al día de hoy. La primera
idea a considerar es cómo la primitiva comunidad acepta el cambio del día del Señor,
que en vez de ser el sábado comienza a ser el domingo. Es el mismo Jesucristo, que,
al cambiar la mentalidad religiosa del Ant. Testamento al Nuevo por medio de su
resurrección, transforma ese día de gloria en el día más propio para la alabanza a Dios.
Por eso parece querer celebrar ese día una semana después de su resurrección. En la
2ª lectura de hoy vemos que un día de domingo el autor del Apocalipsis es “arrebatado
en espíritu” para expresar grandes revelaciones para la esperanza de nuestra fe.
Los apóstoles estaban cerrados por miedo a los que habían matado a Jesús. San
Juan no nos dice si ya estaban algo consolados, aunque sin creer del todo, por lo que
les había dicho san Pedro y los dos de Emaús. El hecho es que Jesús viene a
consolarles y a darles unos cuantos regalos. El primero que les da es el de la paz. La
necesitan de verdad. Una paz, que no es sólo una tranquilidad externa, como para
quitar el miedo, sino algo que permanece en lo más íntimo de la persona, como
persuasión de que la vida tiene un gran sentido, porque Cristo vive entre nosotros. Ese
sentimiento de paz nos la desea la Iglesia en la Eucaristía y debemos desearla y, si es
posible, sentirla, en nuestro encuentro comunitario del domingo, día del Señor.
Y con la paz les da la alegría , que es un fruto del Espíritu Santo. Por eso les da el
Espíritu Santo . Sabemos que el día de Pentecostés lo recibirían de una manera más
palpable; pero todo acto bueno, como la celebración eucarística, puede hacer que el
Espíritu Santo venga más íntima y plenamente a nosotros. También les da el poder de
perdonar pecados . Nunca podremos tener el Espíritu de Dios si en nosotros domina el
pecado. Por eso, si tenemos conciencia de pecado, debemos recibir la Confesión.
Pero Tomás no estaba con ellos. Habría tenido que marcharse el mismo domingo
quizá antes de que las mujeres dieran la primera gran noticia. Nos parece demasiada
terquedad y demasiada exigencia por parte de Tomás. Tardaría unos cuantos días en
unirse a sus compañeros. Tomás amaba mucho a Jesús. En una ocasión había dicho
que estaba dispuesto a morir con El. Por eso en aquellos días, después de los trágicos
sucesos del Viernes Santo, su alma estaría como sin vida, pensando que todo se había
terminado. Cuando sus compañeros le dijeron que Jesús había resucitado le parecería
demasiado hermoso y casi como un complot contra él. Por eso se encerró en su idea.
Aquí aparece la infinita bondad de Jesús que condesciende a los deseos de Tomás.
También parece como decirle que la fe no se aumenta por hechos externos, como el
tocar, sino por la aceptación de la palabra de Dios. Y en ese momento Tomás
pronuncia una de las exclamaciones más bellas del evangelio: “Señor mío y Dios mío”.
Hay muchas personas que pronuncian esa exclamación llena de fe en el momento
de la elevación de Jesús en la Consagración. Ello es como cumplir la bienaventuranza
que en ese momento decía Jesús: “Dichosos más bien los que crean sin haber visto”.
Somos muchos los que nos parecemos a Tomás, pues estamos acostumbrados a
una mentalidad materialista y pragmática. El caso es que nos fiamos de muchas cosas
sin haberlas visto y palpado, como son hechos de ciencias, astronomía o geografía, y
no nos fiamos de la Palabra de Dios testificada por argumentos más convincentes;
Palabra de quien ha dado la inteligencia a esos científicos, palabra que vive en el
corazón de los que permiten que Cristo viva en su ser y se dé a conocer por el amor y
la alegría y paz de saber que la vida tiene pleno sentido en compañía del Señor, con
quien esperamos vivir plenamente un día en el cielo.