1ª semana de Pascua. Miércoles: Lc 24, 13-35
En estos días de Resurrección la Iglesia nos presenta diversas apariciones de
Jesús a los apóstoles o a personas queridas que sucedieron principalmente en el
mismo día de la Resurrección. Hoy se nos expone la aparición a dos discípulos que
iban aquella tarde del domingo a su aldea de Emaús. Lo describe san Lucas, que es el
evangelista que mejor escribe literariamente. Esta es una de las páginas más
hermosas. Cuenta cómo dos discípulos, no apóstoles, marchaban ese día de Jerusalén
camino de su aldea, que era Emaús. Iban tristes, muy desesperanzados. Habían
puesto toda la ilusión en Jesús y ahora veían que todo se había terminado. Amaban a
Jesús; pero su amor y su esperanza eran demasiado materialistas. Habían puesto su
esperanza en un mesianismo solo material. Por eso dice el evangelista que sus ojos
estaban cerrados cuando se acerca Jesús y se pone a caminar junto a ellos. Jesús ve
el amor que tienen y quiere corregirles sus ideas falsas sobre el Mesías. Podemos
decir que juega un poco con ellos, va apareciéndose poco a poco. Primero es un
caminante algo entrometido, luego se hace un caminante interesante, porque comienza
a explicarles las Escrituras. Jesús nunca nos abandona, si por lo menos tenemos amor.
A los dos discípulos les agrada hablar sobre Jesús con aquel caminante.
Y nos preguntamos: ¿Por qué no reconocían a Jesús, si tan bien le conocían en su
aspecto y en su voz? Jesús era el mismo, pero no de la misma manera. Su cuerpo en
el cielo es glorioso y se acomoda, en su presentación, al grado de fe del vidente. En
cierto sentido podemos decir lo que decía el cardenal Ratzinger respecto a las
apariciones de Fátima, que más que apariciones físicas, son visiones internas, que
pueden ser muy reales. Pero en todo esto, según lo que Dios intenta buscar, habrá una
gama muy diversa de percepción. En las apariciones Jesús se presentaba de repente
sin pasar paredes, cosa que no puede hacer un cuerpo físico. Había un contacto muy
real, de modo que los apóstoles podían ser testigos de la realidad más grande de
nuestra religión: el triunfo de Jesús por medio de su resurrección.
A muchos de nosotros nos puede pasar como a aquellos dos. A veces perdemos la
esperanza o por un fracaso o por una muerte cruel o por un gran problema de la vida. Y
no reconocemos a Jesús que está junto a nosotros. El nos sale al encuentro en un
amigo o en los acontecimientos normales de la vida y sobre todo en la palabra de Dios
y en los sacramentos. Aquellos dos dejaron la comunidad cuando ya sabían que las
mujeres habían visto unos ángeles que les habían dicho que Jesús había resucitado.
No tuvieron paciencia para esperar. Dice san Ignacio que en momentos de desolación
no hagamos cambios en nuestra vida, sino que nos pongamos en las manos de Dios.
Jesús ve sobre todo el amor que no se ha perdido en aquellos dos, y les quiere dar
una gran lección, que ya había dicho varias veces en su vida: Que el Mesías debía
padecer para conseguir luego la gloria y así cumplir con su misión. Les va enseñando a
interpretar las Escrituras. Ellos, estimulados por la explicación que Jesús les había
dado sobre la Escritura, quieren tenerle cerca y le invitan a que se quede para cenar.
Jesús se hace plenamente reconocible en “el partir el pan”. La Iglesia siempre ha visto
aquí como un esquema o símbolo de la Eucaristía. Primero asisten a la explicación de
la Palabra de Dios y luego a compartir el pan con el mismo Jesús. El Maestro con
paciencia les devuelve la fe y la esperanza, y ellos recuperan la alegría en el amor.
Y como en otras ocasiones, cuando uno ha tenido un encuentro real y gozoso con
Jesús, quieren manifestarlo a otros. Por eso “en el mismo instante” retornaron a
Jerusalén. Irían corriendo. Ciertamente que emplearon menos tiempo que al ir hacia
Emaús. También nosotros, que tenemos fe en Jesucristo, aumentemos nuestro amor
hacia El, que es igualmente el amor hacia el prójimo, para que le sintamos en nuestra
vida y podamos proclamar su presencia gozosa entre nosotros.