Primera semana de Pascua. Jueves: Lc 24, 35-48
San Lucas, que es el evangelista que escribe mejor literariamente, ayer nos contaba
muy hermosamente el suceso de la aparición de Jesús a los dos discípulos que van
camino de Emaús. Da el nombre de uno de ellos, Cleofás. Dicen algunos que el otro
podría ser el mismo Lucas. El caso es que después que Jesús “parti￳ el pan” y le
reconocieron, volvieron corriendo a Jerusalén. Seguro que tardaron mucho menos
tiempo y que ya no les importaban demasiado los enemigos de Jesús. Los apóstoles
seguían asustados con las puertas cerradas. También un poco consolados, pues san
Pedro les había dicho que Jesús había resucitado, pues se había aparecido a él.
También las mujeres les habían dicho lo mismo, pero no les habían creído pensando
que serían alucinaciones. Los dos de Emaús tendrían que gritar, pues de ninguna
manera les esperaban a esa hora. Y comienzan a contar todo lo sucedido.
Estaban aún contando, cuando se presenta Jesús en medio. He dicho otras veces
que el cuerpo de Jesús era el mismo, pero no de la misma manera. Ahora está
glorificado y no está sujeto a las deficiencias de un cuerpo mortal. Por ejemplo, no
necesita comer. Sin embargo allí delante de ellos, ya que tardan en creer que sea él, se
pone a comer lo que tenían, que era un pedazo de pescado asado. Podemos decir que
eran las sobras de la cena. Esto lo hizo Jesús porque era muy importante que, quienes
iban a ser los testigos de la Resurrección por el mundo, estuvieran bien persuadidos de
que era verdad. Esto, además de tener después la ayuda del Espíritu Santo.
Lo primero que hace Jesús, al llegar, es desearles la paz. En realidad era el saludo
normal entre los hebreos; pero que en ese momento tiene un relieve especial por la
presencia del Señor. Jesús les desea y nos desea siempre, pero mucho más en este
tiempo de Pascua, el gozo y la paz espiritual, que nos lleva a una sana alegría interior.
Es verdad que en esta vida hay muchas cosas que intentan quitarnos la alegría,
aflicciones particulares y sociales; pero en el fondo de nuestra alma debe estar la
certeza de la presencia de Dios y la esperanza de resucitar con Cristo.
Jesús les consuela a los apóstoles, queriendo quitarles las amarguras,
mostrándoles las manos y los pies, que habían sido clavados en la cruz. Aun así les
costaba creer. En verdad que habían pasado por acontecimientos muy dramáticos: la
Ultima Cena, todo lo de Getsemaní con el arresto, la traición de uno de ellos, Judas
ahorcado, todo el drama del juicio a Jesús, terminando por morir en la cruz. Eran
demasiadas cosas para no sentirlas de repente. Por eso la Resurrección les parecía
algo demasiado hermoso. San Lucas, que es el evangelista de la misericordia, les
quiere defender un poco y dice una frase, que es curiosa y cari￱osa: “No acababan de
creer a causa de la alegría”. Porque veía Jesús que no era por maldad, sino que le
seguían teniendo un cariño grande, se puso a comer, dando así el testimonio de vida.
La idea predominante de Jesús en sus apariciones era convencer de que “era
necesario que padeciese y luego resucitase” para poder cumplir su misi￳n. Y como no
es fácil entenderlo, sobre todo para quienes habían oído desde pequeños sobre el
mesías triunfal en lo material, Jesús les abrió la inteligencia para comprenderlo. Un día
recibirían al Espíritu Santo para terminar de comprender esta y otras verdades y poder
ser los testigos en todo el mundo del gran misterio vivificante en nuestra religión, que
es la resurrección de Jesucristo. Nosotros también necesitamos la ayuda del Espíritu
Santo. Y por eso debemos pedir continuamente su protección para comprender y sentir
la presencia viva de Jesús en la Eucaristía y en nuestros hermanos. Viviendo la verdad
de la resurrección, podremos superar con esperanza y amor las diferentes dificultades
y sufrimientos que nos puedan venir en esta vida material. Porque, si Cristo resucitó,
como nos enseña nuestra fe, también nosotros podremos un día resucitar para vivir
eternamente con Él, con su madre María y todos los resucitados.