Domingo II de Pascua/C (Jn 20, 19-31)
Domingo de la Misericordia
“Deseo que la fiesta de la Misericordia sea un recurso y un refugio para todas las
almas y sobre todo para los pobres pecadores…”
El domingo de la Divina Misericordia nace de un pedido de Cristo a una religiosa
polaca del siglo XX, santa Faustina. Es una fiesta para manifestar en el mundo su
inmensa compasión por los Hombres: “Deseo que la fiesta de la Misericordia sea un
recurso y un refugio para todas las almas y sobre todo para los pobres pecadores.
En este día, las puertas de mi misericordia están abiertas, yo les daré un océano de
gracias a las almas que se aproximarán a la fuente de mi misericordia” le dijo Jesús
a santa Faustina.
Esta fiesta se ubica el primer domingo después de Pascua y ha sido instituida
oficialmente por san Juan Pablo II durante la canonización de esta religiosa, el 30
de abril de 2000. Con este domingo concluimos la Octava de Pascua, como un único
día “hecho por el Se￱or”, marcado con el distintivo de la Resurrección y por la
alegría de los discípulos al ver a Jesús.
De misericordia y de bondad divina es rica la página del Evangelio de san Juan
(20,19-31) de este domingo. En él se narra que Jesús, tras la Resurrección, visitó a
sus discípulos atravesando las puertas cerradas del Cenáculo. San Agustín explica
que “las puertas cerradas no han impedido la entrada de ese cuerpo en el que
habitaba la divinidad. Aquel que naciendo había dejado intacta la virginidad de la
madre pudo entrar en el Cenáculo con las puertas cerradas” ( In
Ioh. 121,4: CCL 36/7, 667); y san Gregorio Magno añade que nuestro Redentor se
presentó, tras su Resurrección, con un cuerpo de naturaleza incorruptible y
palpable, pero en un estado de gloria (cfr Hom. in Evag. , 21,1: CCL 141, 219).
Jesús muestra los signos de la pasión, hasta concediendo al incrédulo Tomás que
los tocara. ¿Cómo es posible, sin embargo, que un discípulo pueda dudar? En
realidad, la condescendencia divina nos permite sacar provecho también de la
incredulidad de Tomás, al igual que de los discípulos creyentes. De hecho, tocando
las heridas del Señor, el discípulo vacilante cura no sólo su propia desconfianza,
sino también la nuestra (Benedicto XV11 de abril de 2010).
La visita del Resucitado no se limita al espacio del Cenáculo, sino que va más allá,
para que todos puedan recibir el don de la paz y de la vida con el “Soplo creador”.
De hecho, en dos ocasiones dijo Jesús a los discípulos: “¡Paz a ustedes!”, y añadió:
“Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Dicho esto, sopló sobre
ellos, diciendo: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Esta es la
misión de la Iglesia, perennemente asistida por el Paráclito: llevar a todos los
alegres anuncios, la gozosa realidad del Amor misericordioso de Dios, “para que –
como dice san Juan – crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que
creyendo tengáis vida en su nombre” (20,31) (Ibidem).
Cristo ha resucitado verdaderamente”. Éste es el gran día que hizo el Señor. La
alegría se desborda, viene de dentro. Dejemos que esta experiencia se imprima en
nuestro corazón y se transparente con nuestra vida. Dejemos que el asombro
gozoso del domingo de Pascua se irradie en nuestros pensamientos, miradas,
actitudes, gestos y palabras. Seamos “testigos de la Resurrecci￳n”. Es la Luz misma
de Cristo que dentro de nuestro corazón se convierte para nosotros y para los
demás en una fuente de gozo, de convicción, de atracción para otros hombres,
cuando ven en nosotros la presencia de la Resurrección de Cristo. Esto es ser
“testigos de la Resurrecci￳n”.
Tengamos la certeza de que Cristo resucitado está vivo y operante en la Iglesia y
en el mundo. Él es la Buena Noticia. Seamos testigos del resucitado, mediante una
permanente reconciliación con Dios y con nuestros hermanos, porque “La
misericordia del Señor es eterna” (Sal. 117). El perdón ofrecido y el perdón
otorgado nos llevan a una verdadera misericordia y reconciliación.
El Evangelio nos relata cómo Jesús instituyó el Sacramento de la Confesión. “ A los
que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados y a los que no se los
perdonen, les quedarán sin perdonar”. Sobre este sacramento de reconciliación y
de paz habló Jesús a Santa Faustina: “ Cuando vayas a confesarte debes saber que
Yo mismo te espero en el Confesionario, sólo que estoy oculto en el Sacerdote.
Pero Yo mismo actúo en el alma. Aquí la miseria del alma se encuentra con el Dios
de la Misericordia. Y para acogerse a Él no nos pide grandes cosas: sólo basta
acercarse con fe a los pies de mi representante (el Sacerdote) y confesarle con fe
su miseria … Aunque el alma fuera como un cadáver descomponiéndose (es decir,
muerta y descompuesta por el pecado) y que pareciera estuviera todo ya perdido,
para Dios no es así … ¡Oh! ¡Cuán infelices son los que no se aprovechan de este
milagro de la Divina Misericordia!”.
También nosotros como Tomás, hemos de encontrar a Jesús resucitado en los
sacramentos, especialmente en los sacramentos de la Eucaristía y la Confesión, y
decirle con el corazón: “Señor mío y Dios mío”. Y después de ese profundo acto de
fe, recibir de Jesús, la paz y el gozo del resucitado, que nos dice: “ Dichosos serán
los que crean sin ver ”.
Que la Virgen… nos ayude a ser testigos en medio del mundo, no siendo cristianos
de museo ni mundanos con apariencia de ser cristianos. Que Ella nos ayude a dejar
que Él nos ame y nos llene de misericordia, para ser ‘misericordiosos como el
Padre’; que entendamos que el Señor es fiel y no desilusiona.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)