3ª semana de Pascua. Viernes: Jn 6, 52-59
Vimos ayer cómo Jesús hacía la grandiosa proclamación de la Eucaristía: Él mismo
es el pan de vida, el que ha bajado del cielo, para que nosotros, al comerlo, podamos
tener la verdadera vida que perdurará para siempre. Claro que para esto hacía falta
tener fe, cosa que no tenían muchos de los presentes. La mayoría de la gente que
escuchaba a Jesús sólo pensaba en el sentido material de las palabras. No creen que
haya venido del cielo, porque algunos conocen a su familia, y comienzan no sólo a
admirarse de esas palabras, sino a criticar y murmurar. Al final le tendrán por loco y
muchos, que antes se tenían por discípulos, se marcharán, como se verá mañana en el
final de esta proclamación. Nosotros hoy, al ver la grandeza de las palabras de Jesús,
hagamos un acto de fe y sintamos el amor de Dios en la Eucaristía.
La gente murmuraba y al tomar las palabras de Jesús en sentido materialista,
piensan como si tuvieran que comer a Jesús pedazo a pedazo. Eso era como creer que
se estaba burlando de ellos, Entonces Jesús repitió varias veces lo mismo, como para
dar a entender que no se había equivocado, sino que estaba persuadido de esa
verdad. Esto que ahora anunciaba, lo haría realidad el Jueves santo en la Ultima Cena.
Y no sólo les dio a comer su Cuerpo a los apóstoles, sino que les dio autoridad para
que hiciesen lo mismo, como se realiza en la santa Misa, para que todos los que
quieran puedan recibir ese augusto alimento.
Se cuenta que por el año 165, en tiempos de san Justino, que era un filósofo y
escritor, algunos paganos acusaron a los cristianos de algo horrendo y prohibido, como
era comer la carne de alguna persona. Esto se debía a que el sacerdote decía: “Tomad
y comed, esto es mi cuerpo”, y: “Tomad y bebed, esta es mi sangre”. En realidad los
paganos no podían entender cómo los cristianos pudieran quedar tan alegres y al
parecer tan satisfechos después de lo que habían celebrado y recibido. Entonces san
Justino tuvo que escribir algo muy hermoso en defensa de la sagrada Eucaristía.
Algo que tenemos que tener en cuenta es que Jesús no promete una presencia
simbólica o figurativa, como si fuese un recuerdo o una bella idea. La presencia de
Jesús es real y verdadera. Recibimos el verdadero Cuerpo de Jesús. Es El en persona
quien viene a nosotros en la comunión. Esto sólo lo puede inventar Dios, de modo que
le podamos estrechar íntimamente cuando recibimos aquello que parece un poquito de
pan o un poquito de vino. Nuestra fe nos dice que aquello ya no es pan, sino que es el
mismo Jesús que penetra en nuestro ser. Es un acto sublime de amor de Dios.
Un buen padre no se contenta sólo con haber dado la vida a sus hijos, sino que les
alimenta y les proporciona los medios para crecer y ser personas dignas. Muchos
medios nos da Dios, después que nos hicimos sus hijos por el Bautismo; pero el
alimento más importante es el que nos señala hoy: su propio Cuerpo. Algo muy
especial que tiene este alimento es lo que se dice desde hace muchos siglos: que los
alimentos corrientes se convierten en nuestra propia naturaleza, porque son inferiores a
nosotros; pero el alimento del Cuerpo de Cristo es tan superior a nosotros que tiende a
que nosotros nos convirtamos en su naturaleza. Por lo cual no encontramos un medio
más importante para unirnos a Dios que recibir dignamente la sagrada Eucaristía.
Así que recordemos que cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la
Consagración, no se trata de un simple recuerdo, sino que se está realizando presente
el mismo sacrificio de la Cruz, ahora ya glorificado. Y luego Jesús permanece en el
Sagrario, para que le visitemos y le adoremos. El quiere venir para fortalecer nuestra
vida espiritual. Por eso, cuando vamos a la misa, no vamos sólo para cumplir un
precepto, sino para estar con quien más nos quiere, para fortalecer nuestra fe en las
luchas de cada día y poder recibir la alegría para la vida. Cuando rezamos “Danos hoy
nuestro pan de cada día”, no sólo pedimos el pan material, sino el espiritual.