4ª semana de Pascua. Miércoles: Jn 12, 44-50
San Juan en su evangelio, más que hacer una historia, está realizando una
catequesis, de modo que a través de la vida y las palabras de Jesús va exponiendo lo
que debemos creer para poder tener la vida eterna. Y, aunque ya lo había dicho antes
de varias maneras, escogiendo palabras de Jesús o sus propias meditaciones, ahora,
antes de comenzar la Pasión de Jesús, vuelve a decir algo de lo más importante. Y lo
considera tan importante que presenta a Jesús levantando la voz, clamando. Es casi
como un grito, para que pongamos atención y no se nos olvide.
Y lo que Jesús quiere decir tan importante es que quien cree en El está creyendo en
el Padre-Dios, porque forman una perfecta unidad. Ya desde el principio del evangelio
San Juan va exponiendo que Jesús es el verdadero Hijo de Dios. Luego aclarará que
es igual que el Padre. Por lo tanto escuchar la palabra de Jesús es escuchar a Dios. De
aquí la importancia de conocer lo mejor posible los mensajes de Jesús, de conocerle a
El en su manera de ser para que le imitemos y nos unamos lo más posible con El por
nuestra manera de ser y actuar. Uniéndonos con El (esto es lo que significa creer)
estamos uniéndonos más íntimamente con Dios. Esto será nuestra felicidad eterna.
San Juan, desde el principio de su evangelio, habla del contraste que hay entre la
luz y las tinieblas. En este mundo hay luces que no dan luz, sino oscuridad para el
alma, como son las tendencias carnales o mundanas. Jesucristo es la verdadera luz
que nos guía por el buen camino. Es como si uno tiene que seguir un camino en una
noche totalmente oscura. Necesita una luz. O un barco en una noche cerrada necesita
el faro para llegar al puerto. Nuestra luz o faro es Jesús, son sus palabras que nos
guían, si las cumplimos. No es todo tan sencillo, porque hay otras luces falsas, como el
egoísmo y tantos vicios, que nos quieren deslumbrar para seguir caminos equivocados.
Se dice de los santos que son como las vidrieras de una catedral, que dejan pasar
la luz. Nosotros no somos la luz, sino que debemos reflejar la luz de Cristo por medio
de los hechos de nuestra vida, de modo que hagamos que otros puedan experimentar
la intimidad de la relación de amistad con Dios, nuestro Señor y Padre.
Esto es ser misionero: hacer reflejar la luz de Cristo. Hoy en la 1ª lectura, en el
principio del cap. 13 de los Hechos de los Apóstoles, se nos dice cómo en la iglesia de
Antioquía había varios profetas y doctores. Profetas eran y son los que mejor ven la
voluntad de Dios en los acontecimientos de cada día, lo que se llama los signos de los
tiempos. Doctores eran y son los que saben mejor interpretar, a la luz del Espíritu
Santo, lo que nos dice Dios en las Sagradas Escrituras. Para ello se necesita mucho
estudio y sobre todo una luz especial que Dios da a los que buscan seguir Su voluntad.
Dice la lectura 1ª que de aquellos que allí se nombra, fueron escogidos por el Espíritu
Santo Saulo y Bernabé, porque eran los más dóciles a la gracia de Dios.
Si los santos son faros, porque reflejan la luz del principal faro, que es Jesús, de
una manera eminente la Virgen María será también faro en nuestro caminar en esta
vida, por lo unida que estaba con Jesús. Quien se une con Jesús, se une con el Padre.
Jesús en cierto sentido cambia el nombre de Dios. Nunca le nombra como le
nombraban los israelitas, ya que su nombre era signo de distanciamiento y un nombre
sin sentimientos. Jesús nos enseñó a llamar a Dios como Padre, ya que sugiere amor y
ternura. Pero como Jesús es la manifestación del Padre, con su manera de actuar nos
enseñó especialmente los sentimientos misericordiosos de Dios Padre, que está junto a
nosotros, que nos perdona y que se alegra con nosotros.
Jesús nos dice que no ha venido para juzgar, sino para salvarnos. Nosotros somos
los que nos juzgaremos un día de una manera terrible si perseveramos en las tinieblas
y no buscamos la luz, que es Jesús resucitado. Pidamos a María, estrella en este mar
del mundo, que con su maternal ayuda nos guíe hacia la luz que nunca se terminará.