VI Domingo de pascua/c
(He 14, 21b-27; Ap 21, 1-5a; Jn 13, 31-33a.34-35)
“El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a
él y haremos morada en él”.
…como Cristo mismo nos ha amado…
Conocedor de las más profundas aspiraciones y necesidades del corazón humano, el
Señor Jesús nos invita a amar, no de cualquier manera, sino como Él nos ha amado
(Evangelio del Domingo pasado). Mas ese amor no puede sostenerse si es que no
amamos a Aquel que nos ha amado primero: el mandamiento del mutuo amor sólo
es posible ser vivido en la medida en que amemos al Señor Jesús y nos dejemos
amar por Él, en la medida en que ese amor, Don de su Espíritu (ver Rom 5,5),
inunde nuestros corazones y transforme nuestras vidas. Sólo esa abundancia de
amor en el propio corazón nos hará capaces de salir de nosotros mismos para amar
también a los hermanos como Cristo mismo nos ha amado.
Por esto San Agustín enseña que “Si buscamos de dónde le viene al hombre el
poder amar a Dios, la única razón que encontramos es porque Dios lo amó primero.
Se dio a sí mismo como objeto de nuestro amor y nos dio el poder amarlo. El
Apóstol Pablo nos enseña de manera aún más clara cómo Dios nos ha dado el poder
amarlo: El amor de Dios – dice- ha sido derramado en nuestros corazones. ¿Por
quién ha sido derramado? ¿Por nosotros, quizá? No, ciertamente. ¿Por quién, pues?
Por el Espíritu Santo que se nos ha dado .
Ahora bien, muchas veces podemos “sentir” que amamos al Señor, ¿pero cómo
sabemos si nuestro amor es auténtico? ¿Consiste el amor a Cristo solamente en un
sentimiento interior, a veces muy intenso? Él mismo nos da la clave fundamental
para saber si el amor que le tenemos no es un sentimentalismo vacío o vana
palabrería: “Si alguno me ama, guardará mi palabra” ( Jn 14, 23). Ama de verdad al
Señor quien escucha su voz y pone en práctica sus enseñanzas (Cfr. Lc 11,28). Así
de sencillo, así de claro, así de contundente. ¿Puede acaso quien ama al Señor vivir
de una manera opuesta a lo que Él enseña? De ninguna manera.
San Gregorio dice que “La prueba del amor está en las obras: el amor a Dios nunca
es ocioso, porque si es muy intenso obra grandes cosas, y cuando rehuye obrar ya
no es amor”.
El auténtico amor al Señor se verifica necesariamente en el esfuerzo serio y
sostenido por adherirse a su palabra, a sus enseñanzas y mandamientos. Quien
ama a Cristo, hace lo que Él le dice (Cfr. Jn 2,5), no como si fuese una imposición
externa, una obligación, sino con alegría, con prontitud, con convicción profunda.
Quien vive esta obediencia lo hace con la total certeza de que lo que el Señor le
pide es el camino para alcanzar su máximo bien y realización personal, que ése es
asimismo el camino para contribuir eficazmente al bien de muchas otras personas
que dependen de él o de ella. La adhesión libre a sus enseñanzas, a lo que Él pueda
pedirme incluso cuando trae consigo una considerable carga de sufrimiento, de
sacrificio, de “cruz”, de renuncia a mis propios planes o modos de ver las cosas es,
pues, la “piedra de toque” para saber si mi amor al Señor Jesús es genuino o vana
palabrería.
Es asimismo importante recordar que el amor al Señor se expresa de una manera
muy concreta en la adhesión a las enseñanzas de la Iglesia, según lo dicho por el
Señor: “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os
rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado”
( Lc 10,16). Hay muchos católicos que hoy dicen “creo en Cristo, pero no en la
Iglesia”. Hay tantos otros que “seleccionan” y rechazan algunas de sus enseñanzas
de la Iglesia sin siquiera informarse bien, pues les parecen demasiado incómodas o
exigentes y opinan que “la Iglesia debería adecuarse a los tiempos modernos”.
Quien así piensa, no ama al Señor, sino al mundo y lo que hay en él (ver 1Jn 2,15).
Al Señor y a su Iglesia no los podemos disociar. Cristo es la Cabeza del Cuerpo
místico, que es la Iglesia que Él fundó sobre Pedro. Pretender separarlos sería como
decapitar a una persona. Y la verdad enseñada por el Señor, guardada, rectamente
interpretada y transmitida fielmente por la Iglesia gracias a la asistencia del Espíritu
Santo qué Él mismo prometió (ver Jn 14,26), no es la que debe “acomodarse” a los
propios pareceres, caprichosas corrientes de moda u opinión de la mayoría. Somos
los hijos de la Iglesia quienes amorosa y confiadamente hemos de adherirnos a sus
maternales enseñanzas y enseñarlas de una manera comprensible a quienes no las
comprenden bien.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)