Domingo de la 6ª semana de Pascua (C)
PRIMERA LECTURA
Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 15, 1-2. 22-29
En aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban
conforme a la tradición de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo
y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y
presbíteros sobre la controversia. Los apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron entonces elegir a
algunos de ellos y mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas, Barsabá y a Silas, miembros
eminentes entre los hermanos, y les entregaron esta carta: «Los apóstoles y los presbíteros hermanos saludan a los
hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia convertidos del paganismo. Nos hemos enterado de que algunos de aquí, sin
encargo nuestro, os han alarmado e inquietado con sus palabras. Hemos decidido, por unanimidad, elegir algunos y
enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que han dedicado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo.
En vista de esto, mandamos a Silas y a Judas, que os referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu
Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que os abstengáis de carne sacrificada a los
ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de la fornicación. Haréis bien en apartaros de todo esto. Salud.»
Salmo responsorial 66, 2-3. 5. 6 y 8 R. Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben
SEGUNDA LECTURA
Me enseñó la ciudad santa, que bajaba del cielo
Lectura del libro del Apocalipsis 21, 10-14. 21-23
El ángel me transportó en éxtasis a un monte altísimo, y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo,
enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios. Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido. Tenía una
muralla grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las
tribus de Israel. A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y a occidente tres puertas. La muralla
tenía doce basamentos que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del Cordero. Santuario no vi
ninguno, porque es su santuario el Señor Dios todopoderoso y el Cordero. La ciudad no necesita sol ni luna que la
alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero.
EVANGELIO
El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho
Lectura del santo evangelio según san Juan 14, 23-29
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: - «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y
vendremos a él y haremos morada en é1. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis
oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el
Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando
todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble
vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado.” Si me amarais, os
alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que
cuando suceda, sigáis creyendo.»
La sabiduría del amor
La palabra “amor”, se dice frecuentemente, está prostituida y gastada por el uso y abuso a la que
continuamente se la somete. Se usa para designar cualquier sentimiento de inclinación y afición a
algo o a alguien, con frecuencia se identifica esa palabra con una actitud indefinida,
desestructurada, puramente subjetiva, la más de las veces parecida a la pasión pasajera, más que
al acto definido de una libertad que se entrega y se prolonga en el tiempo como fidelidad. Que se
abuse de la palabra no debe, sin embargo, escandalizarnos demasiado, porque el continuo
recurso a ella indica, al menos, que el ser humano está, sobre todo, necesitado de amor, que está
llamado al amor, que es, como dijo cierto filósofo, más un “ens amans” que un “ens cogitans”, es
decir, que se define más por sus amores que por sus pensamientos.
Y, sin embargo, no hemos de resignarnos tampoco a un amor sin rostro, indefinido,
desestructurado y dependiente por entero de los efímeros sentimientos y de los cambios de
humor. Si el amor es tan importante y decisivo en la vida humana, significa, por una parte, que
está dotado de una profundidad y radicalidad que tiene que trascender la fugacidad temporal y
emotiva, aunque, eso sí, recogiéndola y asimilándola. Y, por otra parte, significa también que es
preciso tratar de definir y entender la sustancia del amor con una precisión mayor que la que nos
ofrece la prensa rosa o las opiniones comunes.
Hoy Jesús en el Evangelio vincula con insistencia el amor y la palabra, su Palabra, la Palabra del
Padre que le envió. Amarle a Él significa escuchar, acoger y guardar su Palabra. Un amor que es
palabra es un amor que se expresa, que se encarna, que se traduce en actitudes concretas y reales.
El amor de Dios es un amor-Palabra: Dios Padre nos da su Palabra, y la cumple. Su Palabra, la
que Él nos envía, es una Palabra hecha carne, que viene al encuentro, que se entrega hasta la
muerte. Es, además, necesariamente, un amor que busca y provoca el diálogo. Vincular el amor
con la Palabra significa afirmar que hay un Logos del amor, una lógica suya y una racionalidad
propia. El verdadero amor implica apertura, acogida, comprensión, constancia, fidelidad. Un
amor así se puede enseñar y se puede, en consecuencia, aprender. Nuestro maestro es Jesucristo,
la Palabra encarnada del Padre. En él, el amor de Dios ha trascendido los sentimientos
indefinidos y los meros buenos deseos y ha establecido un diálogo que requiere respuesta por
nuestra parte.
El magisterio de Cristo se prolonga a lo largo de los siglos por medio de su Espíritu, que hoy el
mismo Jesús nos promete. Es el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, el que sigue abriéndonos la
mente y el corazón para escuchar y acoger esta Palabra como lo que es en verdad: Palabra de
Dios, pero Palabra encarnada, humana, cercana, entregada y que, al mismo tiempo, nos llama y
nos exige. Es el Espíritu el que sigue enseñándonos en qué consiste guardar la Palabra:
conservarla, como María, en el corazón, para que, desde ahí, se traduzca y encarne en nuestras
palabras y acciones, para que también nuestro amor esté internamente alimentado y articulado
por ella, para que podamos amar de manera, al mismo tiempo, concreta y sabia. Haciéndonos
sabios en la escucha y acogida de la Palabra, que guardamos y nos inspira, el Espíritu Santo nos
irá recordando todo lo que nos ha dicho. Pero recordar no es sólo una cuestión de memoria
(rememorar), sino de corazón: “re-cordari”, es un resonar en el corazón, o, como dice Ortega,
“recordamos lo que volvemos a pasar por el estuario de nuestro corazón”. El Espíritu Santo nos
enseña haciendo resonar en nuestro corazón la Palabra viva que es Cristo, con el que
mantenemos así un diálogo permanente y creativo. Esta es la fuente de nuestra paz interior, que
nos permite vivir desde nosotros mismos, desde ese interior pacificado por Cristo, en vez de,
como sucede frecuentemente, reaccionar compulsiva e instintivamente a los estímulos
ambientales.
El amor basado en la Palabra y que nos pacifica, nos pertrecha para el camino. Cada uno de
nosotros, la Iglesia entera, avanza por la historia llamada a trasmitir esta Palabra pacíficamente,
de manera dialogal. Es lo que se desprende de la primera lectura. Un grave conflicto amenaza a
la comunidad. Se están extendiendo interpretaciones del Evangelio que no son compatibles con
su verdadero contenido. Algunos quieren hacer de él una leve variante del judaísmo, que
pretenden imponer a los convertidos del paganismo. La comunidad, dócil al Espíritu, se pone a la
escucha, recuerda, dialoga y decide. No es el triunfo de un partido o un grupo, sino el triunfo del
amor iluminado por la Palabra, que restablece la paz de la comunidad. No puede no haber
conflictos y problemas mientras la naturaleza humana sea la que es y no haya alcanzado la meta
definitiva de la salvación. Los discípulos de Jesús han de distinguirse, por tanto, no por la
ausencia de conflictos, sino por el modo de resolverlos: con voluntad de diálogo y acogida
mutua, dóciles al Espíritu, con la sabiduría del amor que nos enseña el Maestro y nos inspira su
Espíritu. Cuando somos fieles a este “método” no sólo estamos resolviendo conflictos (ni
siquiera está dicho que los acabemos resolviendo todos), sino que estamos haciendo algo mucho
más importante, que repetimos cada día como petición en la oración del Padre nuestro: al
guardar su Palabra estamos haciendo que se cumpla la voluntad de Dios (de amor, de diálogo, de
paz) en la tierra, como ya se cumple en el cielo. Es decir, estamos trayendo el cielo a la tierra,
estamos contribuyendo a que descienda del cielo la Nueva Jerusalén, abriendo espacios en
nuestra historia en los que, sobre el fundamento de los apóstoles, la gloria de Dios nos ilumina
por medio de la lámpara de luz que es el mismo Jesucristo, el Cordero inmolado por amor y para
la salvación de todos.