VI Domingo de Pascua, Ciclo C
Cristo, Cordero y Palabra de la Jerusalén celeste
Este sexto domingo de Pascua presenta el señorío universal del Señor crucificado
y resucitado, verdadera Palabra del Padre a la humanidad para transformar el
mundo en una nueva Jerusalén, ciudad brillante fundamentada sobre piedras
preciosas y cuyo esplendor destella la gloria de Dios en un mundo de paz y de
alegría, cuyo centro es el Cordero. Aunque no todos lo entiendan ni lo acepten la
gran novedad emana del dinamismo de la pasión, muerte y resurrección de
Cristo: La novedad de vida religiosa, la novedad de la presencia de Dios y la
novedad de mentalidad. La religión nueva no exige el cumplimiento de leyes y
normas externas que no transforman el corazón ni purifican al hombre por
dentro, sino el amor a Jesús, a Dios y a los hermanos. La religión del resucitado
no necesita templo alguno porque los creyentes tenemos acceso libre a la
presencia de Dios y podemos contemplar su gloria en Jesús, el Cordero
crucificado. La religión del crucificado no proporciona la paz simplificada e
idealizada de este mundo, es decir, la ausencia de conflictos, de luchas y de
problemas, sino la paz que procede de su entrega absoluta al Reinado de Dios
Padre y de su fidelidad a la verdad de su amor (Jn 14,23-29). En la víspera de
su pasión Jesús transmite su paz y promete su Espíritu para afrontar el
compromiso y el sacrificio del amor y de la fidelidad a su palabra. Jesús es la
Palabra del Padre.
El Espíritu, enviado por el Padre, es el que se hace presente en la vida y la
misión de la Iglesia desde el principio hasta hoy. En la primerísima actividad
apostólica de Pablo surge un conflicto entre la comunidad de Antioquía y la de
Jerusalén. Son dos corrientes de la Iglesia con interpretaciones diferentes del
rito de la circuncisión, un acto ritual cargado de significado religioso y cultural en
el mundo israelita que marcaba la pertenencia al pueblo judío. La comunidad de
Jerusalén sostenía que para ser cristiano había que pasar por este rito judío,
mientras que Pablo sostenía que no era necesaria la circuncisión de los gentiles
cuando éstos se adherían al cristianismo, pues el Espíritu de Dios es un espíritu
de libertad, es el Espíritu de Cristo resucitado que trasciende todo tipo de
normas rituales externas.
El cristianismo es un modo de vida cuya novedad radical se proyecta más allá de
toda frontera nacional y étnica y más allá de todas las cláusulas y prescripciones
rituales antiguas. Aquel conflicto eclesial quedó resuelto en el marco de la
comunión eclesial abriendo la Iglesia sus puertas a los gentiles y superando la
exigencia de la circuncisión reivindicada por la comunidad conservadora de
Jerusalén (Hch 15,1-29). De este modo la Iglesia siguió avanzando en su
predicación del evangelio sin limitar su fuerza salvífica y su potencia liberadora a
ningún grupo étnico, lingüístico ni religioso. La postura de apertura de la Iglesia
encarnada por Pablo fue el criterio decisivo que permitió el salto del Evangelio a
Europa.
Ese mismo talante de apertura fraterna a la humanidad es el mismo espíritu que
revitalizó a la Iglesia en el siglo XX con el Concilio Vaticano II y el que
auguramos para ella en el momento presente, especialmente con el impulso que
supone en Latinoamérica la Misión Permanente, renovada “por el llamado del
Papa Francisco a salir a las periferias existenciales de la vida con la Buena
Noticia del Resucitado”.
Y este espíritu de amor, de reconocimiento y de escucha del otro, de diálogo
abierto y fecundo con la Iglesia en su pluralidad y con el mundo en su diversidad
de culturas ha quedado patente también en la última Exhortación Apostólica
postsinodal del papa Francisco, “Amoris Laetitia”, sobre el amor en la familia,
cuando dice en su introducción que “no todos los debates doctrinales, morales o
pastorales deben ser resueltos con intervenciones magisteriales. Naturalmente,
en la Iglesia es necesaria una unidad de doctrina y de praxis, pero ello no impide
que subsistan diferentes maneras de interpretar algunos aspectos de la doctrina
o algunas consecuencias que se derivan de ella” (EL 3).
También el Apocalipsis nos ayuda a encontrar el espíritu de la unidad y de la
armonía del amor pues en el texto de este domingo (Ap 21,10-23) encontramos
una visión portentosa que describe la ciudad de Jerusalén celeste como una
ciudad resplandeciente con la gloria propia de Dios. Las doce puertas de su
muralla, con doce ángeles, orientadas hacia los cuatro puntos cardinales, así
como los doce cimientos de la misma representan a las doce tribus de Israel y a
los doce apóstoles de la Iglesia naciente. Es el género literario imaginativo,
creativo, visionario, que transmite una experiencia de fe totalmente novedosa en
el ámbito religioso. La gran novedad es que esta ciudad santa y universal no
tiene templo. La gloria de esta ciudad no está en el templo, la gloria de la ciudad
es Dios y el Cordero. El Cordero es la imagen de Jesucristo, el crucificado y
resucitado, la palabra de amor del Padre que congrega a la gran multitud de los
sufrientes de toda la historia y de las víctimas de la injusticia de este mundo.
En la ciudad celeste tienen parte todos aquellos que han sido fieles a la palabra
de Dios, los testigos firmes del evangelio que han resistido ante toda influencia
opresora ya sea ésta religiosa (la estructura dominante representada por el
templo) o política (el sistema social del imperio o de cualquier poder autoritario)
y todos los que en cualquier lugar de la tierra sufren la exclusión, la injusticia y
la opresión, ejercida por individuos, instituciones o estructuras. Participar en
esta nueva ciudad es abrirse a la novedad de vida que ella supone, no sujeta a
ritos externos, como la circuncisión, ni circunscrita a lugares sagrados, como el
templo, sino vinculada a la Palabra protagonizada en la historia por el Señor
Jesús, el Hijo de Dios, que fue abriendo paso a la auténtica manifestación de la
gloria de Dios en el amor a los hermanos, en la atención a los que sufren, en la
resistencia hasta la muerte frente a los que sofocan y reprimen la marcha
liberadora de la humanidad por los caminos de la justicia y de la paz.
En Bolivia actualmente la marcha de los discapacitados para conseguir una renta
personal mínimamente digna de unos quinientos bolivianos mensuales (unos
setenta dólares) está siendo desatendida por el gobierno de este país, está
siendo reprimida con medios disuasorios agresivos y está provocando un
sufrimiento añadido a todas las personas que viven en estas condiciones de vida
realmente muy precarias. Tal como se han manifestado ya los obispos de Bolivia
y la Secretaría de la Conferencia Episcopal Boliviana en varias ocasiones ante
este problema la Iglesia católica apoya a los discapacitados en sus
reivindicaciones, pues se trata de una causa justa, con la que nos solidarizamos
como creyentes convencidos de que la presencia de Dios y del Resucitado en los
que sufren y en los pobres es misteriosamente real.
Es tarea primordial de la Iglesia interpretar y actualizar esa Palabra que es Cristo
y su mensaje, en cada situación histórica, afrontando los problemas sociales,
políticos y religiosos de cada momento, con la fuerza del Espíritu y con el criterio
fundamental de fidelidad a Jesucristo, a su causa y su mensaje y con el talante
de apertura universal, de resistencia frente a la injusticia y de esperanza
creativa que, como el Apocalipsis, lejos de alejarnos de la tierra, nos permite
imaginarla de nuevo sin estructuras opresoras en un mundo de fraternidad, de
igualdad y de amor. Esa es la gran tarea de la nueva evangelización de la
Iglesia, que en Latinoamérica se reconoce en estado de Misión Permanente.
Una vez más, feliz domingo de Pascua.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura