LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR (Lc 24, 46-53)
“Mientras los bendecía iba subiendo al Cielo”
…la Ascensión nos reclama a dirigir nuestra mirada al cielo…
Cuarenta días después de la Resurrección –según el libro de los Hechos de los
Apóstoles–, Jesús asciende al Cielo, o sea retorna al Padre que lo había enviado
al mundo. La Ascensión del Señor marca el cumplimiento de la salvación iniciada
con la Encarnación (Benedicto XVI). Hoy contemplamos a Cristo, el Señor
resucitado, que victoriosamente asciende al Cielo. Al contemplarlo nuestros ojos
se dirigen con firme esperanza hacia ese destino glorioso que Dios por y en su
Hijo nos ha prometido también a cada uno de nosotros: la participación en la
vida divina, en la comunión de Dios-Amor, por toda la eternidad
(ver 2Pe 1,4; Ef 1,17ss).
Por esto, San León Magno dice que “Así como en la solemnidad de Pascua la
resurrección del Señor fue para nosotros causa de alegría, así también ahora su
ascensión al Cielo nos es un nuevo motivo de gozo, al recordar y celebrar
litúrgicamente el día en que la pequeñez de nuestra naturaleza fue elevada, en
Cristo, por encima de todos los ejércitos celestiales, de todas las categorías de
ángeles, de toda la sublimidad de las potestades, hasta compartir el trono de
Dios Padre”.
En el Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo
en la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios.
El “cielo”, la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho
más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge
plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre
están inseparablemente unidos para siempre. El estar el hombre en Dios es el
cielo. Y nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo en la
medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él. Por
tanto, la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con
Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de
nosotros.
Desde esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista san Lucas afirma
que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén “con gran
gozo” ( Lc 24, 52). La causa de su gozo radica en que lo que había acontecido no
había sido en realidad una separación, una ausencia permanente del Señor; más
aún, en ese momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba
vivo, y en él se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios,
las puertas de la vida eterna. En otras palabras, su Ascensión no implicaba la
ausencia temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva,
definitiva y perenne de su presencia, en virtud de su participación en el poder
regio de Dios.
Precisamente a sus discípulos, llenos de intrepidez por la fuerza del Espíritu
Santo, corresponderá hacer perceptible su presencia con el testimonio, el
anuncio y el compromiso misionero. También a nosotros la solemnidad de la
Ascensión del Señor debería colmarnos de serenidad y entusiasmo, como
sucedió a los Apóstoles, que del Monte de los Olivos se marcharon “con gran
gozo”. Al igual que ellos, también nosotros, aceptando la invitación de los “dos
hombres vestidos de blanco”, no debemos quedarnos mirando al cielo, sino que,
bajo la guía del Espíritu Santo, debemos ir por doquier y proclamar el anuncio
salvífico de la muerte y resurrección de Cristo. Nos acompañan y consuelan sus
mismas palabras, con las que concluye el Evangelio según san Mateo: “Y he aquí
que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” ( Mt 28, 20).
La solemnidad de este día nos exhorta a fortalecer nuestra fe en la presencia
real de Jesús en la historia; sin él, no podemos realizar nada eficaz en nuestra
vida y en nuestro apostolado: sin dejar de mirar siempre hacia allí donde Cristo
está glorioso, con la esperanza firme y el ardiente anhelo de poder participar un
día de su misma gloria junto con todos los santos, hemos de vivir intensamente
la vida cotidiana como Cristo nos ha enseñado, buscando en cada momento
impregnar con la fuerza del Evangelio nuestras propias actitudes, pensamientos,
opciones y modos de vida, así como las diversas realidades humanas que nos
rodean.
Sin dejar de mirar al Cielo, ¡debemos actuar! ¡Hay mucho por hacer! ¡Hay
mucho que cambiar, en mí mismo y a mi alrededor! ¡Muchos dependen de mí!
¡Es todo un mundo el que hay que transformar desde sus cimientos! Y el Señor
nos promete la fuerza de su Espíritu para que seamos hoy sus Apóstoles que
anuncien su Evangelio a tiempo y destiempo, un pequeño ejército de santos que
con la fuerza de su Amor trabajemos incansablemente por cambiar el mundo
entero, para hacerlo más humano, más fraterno, más reconciliado, según el
Evangelio de Jesucristo y con la fuerza de su gracia, y de la mano de María…