Domingo de Pentecostés
(Hechos 2:1-11; Romanos 8:8-17; Juan 14:15-16.23-26)
La mujer consternada llamó al sacerdote. Querría su consejo. Dijo que una
persona de su comunidad traía su teléfono dentro de la iglesia contra las
reglas. La mujer no sabía si debería reportar el caso al párroco o dejarlo no
mencionado. Siguió que había hablado con el culpable quien le dijo que usaba
el teléfono para leer las lecturas de la misa. Así quedan muchas cosas en el
mundo de los medios sociales. No es fácil juzgar si son buenas o malas.
Por una generación los teléfonos celulares nos han mantenido en contacto con
nuestros familiares. Los teléfonos inteligentes ahora llevan otros beneficios.
Hacen posible tener una gama de información e instrumentos en nuestros
bolsillos. Pero no nos vienen sin peligros. Se ha notado la amenaza de la
pornografía en el Internet. Las imágenes eróticas que reducen al ser humano
a un objeto de lujuria pueden conjurarse en cualquier momento. Además los
investigadores ya reportan cómo el uso excesivo de los medios sociales
deteriora las relaciones humanas. El problema resulta de comunicarse
continuamente con gentes lejanas mientras ser ajeno a las personas en
nuestro alrededor. En cuanto a gentes en otras partes las relaciones se hacen
superficiales porque no tienen base en la vida cotidiana. En cuanto a personas
cercanas el rechazo de atender a su presencia resulta en la falta de la
inteligencia emocional y la empatía. Otro peligro es cómo la pantalla de los
teléfonos, tablas y computadoras sirven como gran distracción. Los aparatos
rinden el mundo como un millón de experiencias interesantes para ser primero
revisados entonces olvidados. Por esta razón en muchos salones universitarios
los profesores no permiten que los estudiantes entren con estos aparatos.
Saben que en lugar de aprovechárselos para el estudio, los utilizarán para
entretenerse.
Si la mirada continua al teléfono perjudica la relación entre personas humanas,
doblemente amenaza la relación con Dios. Pues ser consciente de la presencia
de Dios requiere la atención a nuestro interior. Tenemos que preguntarnos
quiénes somos y cómo podremos lograr los fines de la vida. No se puede
ponernos estos interrogantes si siempre estamos contestando textos o leyendo
email. Dios no quiere formar una relación con nosotros basada sólo en la mera
asistencia en la iglesia una hora por semana. Más bien quiere que confiemos
en Él para que nos realicemos como personas humanas conforme a Cristo, su
Hijo amado.
Para maximizar la relación con Dios, nos viene el Espíritu Santo. El Espíritu
mueve a los discípulos a proclamar a Jesús al mundo en la lectura hoy de los
Hechos de los Apóstoles. Así nos empuja a formar relaciones significativas
con la gente a nuestro alrededor. Pero esto sólo es el comienzo de sus
beneficios. Aún más impresionante, el Espíritu Santo nos hace divinos de
modo que se eleven nuestras esperanzas. No nos satisfacemos con
“experiencias interesantes” sino buscamos la plenitud de la vida: la verdad, el
amor, y la bondad. Una balada describe la venida del tío de un niño a la casa
de sus padres. Dice que un tornado mató la familia del hombre pero no su fe.
Entonces cuenta cómo la presencia de su tío, llamado Mateo, cambió la vida
del niño. Le dio un sentido de gozo inagotable y del amor perdurable. Eso es
el efecto del Espíritu Santo en nuestras vidas.
La lectura de la Carta a los Romanos nos advierte que no nos conformemos al
desorden del tiempo. En nuestra edad el peligro incluye la fascinación
excesiva con los medios sociales. No son malos en sí pero se pueden utilizar
en modos dañinos. Para asegurar el uso apropiado de ellos queremos
aprovecharnos de la presencia del Espíritu Santo. Nos hace conscientes de la
gente tanto cerca como lejos como digna de nuestra atención. También nos
eleva la conciencia a los fines de la vida de modo que pidamos a Dios a Dios
para la ayuda de lograrlos.
Pentecostés no recibe la atención que merece. Los judíos celebraban la fiesta
en el tiempo de Jesús para conmemorar la alianza que hizo el Señor con su
pueblo cincuenta días después de que los sacó de la esclavitud en Egipto. Tan
grande como fuera esa celebración, el día es aún más significativo para
nosotros cristianos. Estamos celebrando la presencia maravillosa del Espíritu
Santo en nosotros que se hizo realidad cincuenta días después de nuestra
liberación de la muerte. El Espíritu nos acompaña para llenar nuestras vidas
cotidianas con el gozo y el amor de ser hijos e hijas de Dios. El Espíritu nos
llena con el gozo y el amor de Dios.
P. Carmelo Mele O.P.