9ª semana, tiempo ordinario. Jueves: Mc 12, 28b-34
Estaba Jesús en disputas sobre asuntos religiosos con fariseos y últimamente con
algunos saduceos. Un escriba que estaba observando las buenas respuestas de Jesús,
se anima a preguntarle algo importante. Esta vez la pregunta es sincera y por lo tanto
merece no sólo una respuesta clara de Jesús, sino hasta un elogio porque entendía lo
que Jesús le estaba diciendo. Para nosotros esta inquietud de aquel escriba nos sirve
para saber qué es lo que pensaba Jesús sobre el mandamiento más importante.
La inquietud del escriba tenía su razón de ser, pues los maestros judíos tenían 613
preceptos y entre ellos disputaban sobre cuáles eran los más importantes. También en
la Iglesia tenemos 1752 cánones en nuestras leyes; pero Jesús nos enseña hoy cuál es
lo principal para ser discípulos suyos. Y lo principal es el amor. Ya estaba en el Antiguo
Testamento que el primer mandamiento es amar a Dios, y no de cualquier manera, sino
con todo el corazón. También se decía que había que amar al prójimo; pero Jesús nos
quiere hacer ver la unidad que debe existir entre estos dos amores, que son sólo un
amor. De modo que no hay verdadero amor a Dios si no se ama al prójimo, como
tampoco hay verdadero amor al prójimo si no se ama a Dios.
De hecho el amor es el sentimiento más profundo del ser humano. Alguno puede
preguntarse: ¿Entonces porqué se nos manda? Porque el amor no es espontáneo, sino
que requiere nuestra colaboración, debemos poner a su servicio nuestra capacidad de
pensamiento, de afecto, de acción. El amor necesita nuestra atención y fuerza porque
puede ser débil y necesita crecer y desarrollarse como una plantita. Muchas veces está
viciado por el egoísmo y la propia satisfacción. Tenemos la tendencia de “usar” a los
demás para nuestro beneficio en vez de amarles, miramos más lo que nos satisface a
nosotros que lo que les satisface a ellos. Por eso el amor en nosotros tiene que
purificarse continuamente.
Amar a Dios con todo el corazón, alma, mente y fuerzas indica una plenitud de
amor: Con todo el ser, todo el día, toda la vida. Dios les dio este mandamiento a los
israelitas, porque al tener contacto con las naciones paganas, superiores muchas
veces en poder, riqueza y cultura, se sentían deslumbrados por sus ídolos, alejándolos
del Dios verdadero que les había sacado de Egipto. Hoy también hay muchas personas
que se dejan llevar de los ídolos que les proporcionan bienestar material, placer,
comodidad, y se apartan de su ser espiritual y su salvación eterna. Es la gran tentación
para muchos cristianos. Sin embargo Dios es el que nos ha creado, quien nos ha
redimido y nos enseña el camino de nuestra verdadera felicidad y paz.
¿Cómo podemos manifestar nuestro amor a Dios?: Dándole el culto debido con
actos especiales, en la oración y la alabanza, pero sobre todo a través del trabajo bien
hecho, del cumplimiento de los deberes en la familia y en la sociedad, con nuestro
porte exterior, digno de un hijo de Dios... y con el amor al prójimo.
Amar al prójimo es amar a todos; pero especialmente al que está más próximo: en
casa, en el trabajo o en el colegio. Quizá la persona con quien se convive, que se nos
hace más difícil. Recordemos que para Jesús no bastaba (que ya es mucho) con lo que
decía el Ant. Testamento: “No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”,
sino que lo formuló en sentido positivo, que es mucho más: “Haz a los demás lo que
quieres que te hagan a ti”. Debemos ver a Cristo en el prójimo. Porque repito otra vez:
No basta amar a Dios sin amar al prójimo, como tampoco basta amar al prójimo sin
amar a Dios. Si nuestra meta es amar a Dios, amaremos a los que nos son simpáticos
y a los que son menos, porque todos son hijos de Dios. Amar a los demás no es sólo
no hacer daño, sino ayudarles, acogerles, perdonarles. Alimentaremos el amor en la
oración, en los sacramentos, en la lucha por superar los defectos, en mantenernos en
la presencia de Dios a lo largo del día.