XI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
La mirada misericordiosa de Jesús
En el evangelio de este domingo encontramos una escena singularmente
entrañable que evidencia de nuevo la actitud de misericordia de Jesús hacia
una mujer estigmatizada como pecadora en su pueblo (Lc 7,36-8,3). Jesús
va a comer a casa de un fariseo y se deja querer por aquella mujer
pecadora que manifiesta sorprendentemente la grandeza de su amor,
siendo muy valorada por Jesús y, a un tiempo, perdonada.
A través de unos gestos amorosos propiamente femeninos y mediante una
breve parábola ilustrativa Lucas revela que el amor de Jesús redime al ser
humano y que es la fuerza más potente que Dios ha puesto en el corazón
de la humanidad. El gesto de la mujer pecadora se concentra en los pies de
Jesús. Ponerse a los pies de Jesús es una expresión de servicio total, de
adoración profunda y de un amor inimaginable para los hombres. Además
esa actitud desencadena en la mujer gestos entrañables de amor inédito:
lavar los pies con lágrimas y enjugarlos con los cabellos, besarlos y ungirlos
con perfume. Jesús se deja querer y va a dar una gran lección al fariseo.
Jesús no se fija en apariencias, ni considera solamente la faceta del pecado
en aquella mujer, sino que mira al corazón y ve con otra mirada la realidad
de esta mujer, para destacar en ella lo que los demás no supieron percibir:
Su capacidad única para amar.
Es una escena única de amor protagonizada por una mujer tenida como
pecadora, pero convertida por Jesús en ejemplo de amor y de fe sobre el
que se construye una nueva casa para la familia de los creyentes: una casa
de perdón y de hospitalidad. Jesús es, una vez más, el profeta de la
misericordia y del perdón, que mira la realidad humana con otros ojos y
saca a la luz las capacidades enormes del alma humana. Es la mirada
misericordiosa de Jesús. A la mujer que los otros consideraban pecadora,
Jesús la pone como ejemplo del amor que redime y salva. De la historia de
sus pecados y de sus sufrimientos no se dice nada. Jesús parece
concentrado en lo que ella hace en ese momento. No le importa ni su fama
ni su imagen pública. Sólo le importa ella y ve en ella lo que nadie veía,
pero Jesús como verdadero profeta lo pone de relieve al decir que ella amó
mucho y por eso se le perdonan todos sus pecados.
Ese amor es expresión viva de la confianza de la mujer en el perdón de
Jesús. Pero es el amor el que redime a la mujer: El amor de Jesús, que
perdona incluso antes de que la mujer manifieste la culpa con sus lágrimas,
y el amor confiado de ella que le lleva a la salvación: «Se le perdonan todos
sus pecados porque amó mucho» (Lc 7,46). La capacidad redentora del
amor queda de relieve como nota esencial de la conducta cristiana en la
Primera carta de Pedro (1 Pe 4,8). Allí, citando Prov 10,12, se dice que «el
amor tapa multitud de pecados». Y esto es lo que Jesús destaca de aquella
mujer. Pero también en esta carta petrina se dice que la Pasión de Cristo ha
terminado con el pecado (1 Pe 4,1) de modo que la Pasión de Cristo se
revela como la máxima expresión del amor. Pablo lo formula de manera
sublime: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por
mí» (Gal 2,20). Ese amor de Cristo es el origen y fundamento de la fe, que
lleva consigo la justificación, el perdón de los pecadores y el comienzo de la
nueva vida en Cristo.
La fe en Cristo y en su amor es lo que justifica, perdona y salva a esta
mujer amante. La parábola cortita de Lc 7,41-42 pone de manifiesto la
íntima relación existente entre el amor y el perdón, de modo que a quien
ama mucho se le perdonan sus muchos pecados y a quien poco se le
perdona poco ama. Por ello este evangelio es una potente llamada a amar
mucho y a experimentar el perdón de los muchos pecados. Frente a la
actitud habitual de los fariseos de sentirse justificados ante Dios por su
cumplimiento de las obras externas de la ley, la mujer pecadora es un
ejemplo de fe y de amor. Desde la experiencia del amor auténtico y desde
la misericordia de Dios Padre, cuyo rostro vivo es Jesucristo, incluso la culpa
reconocida en los muchos pecados cometidos es vivida desde la fe como
experiencia de salvación. No es casual que la liturgia pascual cante en el
pregón con inmensa alegría: ¡Oh, feliz culpa!
Además de esta escena de la mujer que ama y que es perdonada, el
protagonismo de las mujeres en el Evangelio de Lucas queda patente en los
versículos siguientes (Lc 8,1-3) donde Jesús, itinerante por los pueblos y
aldeas del entorno, predicaba y evangelizaba el Reino de Dios, siendo
acompañado por los Doce y por algunas mujeres curadas por él, María
Magdalena, Juana (Mujer de Cuza), Susana y otras muchas, que los
atendían con sus recursos. Pero no es correcto identificar a la mujer
pecadora y perdonada (¡que no prostituta!) con María Magdalena, aunque
ambos textos sean contiguos. De esta última se dice que había sido curada
de siete demonios (Lc 8,2; cfr. Mc 16,9) y que seguía a Jesús, junto con
otras muchas, de las cuales sólo de esas tres se mencionan aquí sus
nombres.
María Magdalena, la cual se menciona en doce ocasiones en el Nuevo
Testamento, y las otras mujeres ocupan un lugar primordial en los
evangelios, pues siguieron con Jesús desde Galilea (cf. Lc 23,49), subieron
con él hasta Jerusalén (cf. Mc 15,41), estaban allí, ante Jesús crucificado,
acompañando y como testigos (cf. Mt 27,55; Mc 15,40) cuando todos los
discípulos habían abandonado a Jesús y ellas contemplaron todo lo sucedido
(cf. Mt 27,55; Mc 15,40; Lc 23,49). Ellas, y especialmente María la Virgen y
María Magdalena mostraron su inquebrantable fidelidad a Jesús, incluso
estando ya muerto (Jn 19,25), y son garantes de un testimonio sumamente
cualificado en la Iglesia naciente. Ellas son también las primeras en recibir
el mensaje de la resurrección, en tener una aparición de Jesús resucitado
(Mt 28,9-10; Jn 20,1.18), y en recibir el encargo de transmitir a los demás
discípulos el mensaje pascual, convirtiéndose así en las primeras
evangelizadoras del Resucitado (cf. Lc 24,23). Por ello el Papa Francisco
acaba de convertir en fiesta litúrgica el día de su memoria, el 22 de Julio.
Tanto los Doce apóstoles como las mujeres discípulas iban siguiendo Jesús
al anunciar el Evangelio del Reino de Dios. Lucas presenta a los Doce en
esta escena de seguimiento de Jesús. Los Doce apóstoles y sus sucesores,
los obispos y sacerdotes, tienen la tarea de realizar las mismas obras de
Jesús (Lc 9,1) a lo largo de la historia. Por ello deben “estar con Jesús” y
aprender bien el Evangelio del Reino de Dios y su predicaci￳n. “Estar con
Jesús” es una de las dimensiones fundamentales de la vida sacerdotal, en
cuanto seguimiento radical del Señor.
Estando con Jesús, como los Doce, los sacerdotes y los llamados a serlo,
hemos de aprender mejor los criterios nuevos del Evangelio del Reino de
Dios. Y entre otros mensajes hoy aprendemos a ver en la profundidad de
Jesús a toda persona destacando, más allá de cualquier apariencia, su
capacidad de amar, como la de la mujer pecadora. Aprendemos también a
perdonar y a ser perdonados, pues de hecho ser sacerdotes significa ser
profetas de la verdad, como Natán ante David (2 Sam 12,7-13), y ser
servidores del perdón, administrándolo misericordiosamente en el
sacramento de la reconciliación.
La mejor escuela para este aprendizaje es la propia vida. De hecho, del
apóstol Pedro, el primero entre los Doce, en el origen de su vocación (Lc
5,1-11) tenemos el testimonio de su propia culpa, cuando dice a Jesús:
“Apártate de mí, que soy un hombre pecador, Se￱or” (Lc 5,8). Y su
trayectoria vocacional está marcada por esta experiencia de reconocimiento
de su culpabilidad y de su arrepentimiento al encontrarse siempre con el
amor y la mirada misericordiosa de Jesús y con el recuerdo de su palabra
(Lc 22,61-62). Algo semejante encontramos en Pablo que, reconociendo su
pasado como perseguidor de la fe cristiana (Gál 1,13-14), experimenta la
gracia de la llamada y el amor transformador de Jesucristo, hasta decir
entusiasmado: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo
viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de dios, que me amó y se
entreg￳ por mí” (Gál 2,20).
Esta hermosísima experiencia de amor y de perdón regenerador de la vida
es una constante de la gracia en la vida de todo sacerdote y, a la vez, es
fuente permanente de la gran alegría de estar con Jesús anunciando el
Reinado de Dios y de su Amor como único Evangelio.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada
Escritura