11ª semana del tiempo ordinario. Domingo C: Lc 7,36 – 8,3
Hoy se nos expone en el evangelio una escena en que un fariseo invita a comer en
su casa a Jesús y éste acepta. No todos los fariseos eran enemigos acérrimos de
Jesús. Éste, llamado Simón, parece no tan estricto, pues hasta permite que una
pecadora pueda acercarse a Jesús. Esto no era tan raro, pues las casas para un gran
convite solían estar muy abiertas y se permitía que cualquier persona pudiera entrar a
hablar con algún comensal. Es muy posible que aquel fariseo supiera poco sobre
Jesús, pero lo suficiente para pensar que era un orgullo para él tenerle en su casa,
pues para la gente era tenido por un gran “maestro de la ley”. Jesús aceptó porque era
la manera de poder dar un gran mensaje y una enseñanza para muchas personas.
El hecho es que en medio del convite entra una pecadora y se arroja a los pies de
Jesús llorando y ungiéndolos con un buen perfume. No tenemos derecho a decir qué
clase de pecadora era, pues para los fariseos hasta la esposa de un recaudador de
impuestos era pecadora. Pero sí parece que tenía bastantes pecados por lo que dice
Jesús al perdonarla. Es normal que tendría que haber oído hablar de la misericordia de
Jesús y es posible que ya antes hubiera estado escuchándole y hasta pidiendo perdón.
Ahora se siente más arrepentida y aprovecha esa ocasión para llorar por sus pecados y
tener ese detalle de cortesía y de gran amor, que no lo entiende aquel fariseo.
Aquel fariseo, junto con otros amigos suyos, no se atreve a decir algo de una
manera externa, pero piensa mal de Jesús. Los fariseos dan por hecho que aquella
mujer es una pecadora y que habría que rechazarla. Si Jesús la trata con amabilidad,
piensan que es porque Jesús no es profeta y no la conoce. Además piensan que Jesús
se convierte en impuro al ser tocado por una persona impura. Mucho peor les parecería
el hecho de que Jesús perdona, haciendo algo que sólo Dios puede hacer.
Jesús le da al fariseo una lección contando una pequeña parábola. Le recuerda
que, llevado sólo por las ansias de figurar, le ha invitado a comer, sin tener con él la
cortesía que un buen anfitrión debe tener: un cariñoso recibimiento, traducido en la
cortesía de lavar los pies y ungir la cabeza. Aquella mujer no sólo ha tenido la cortesía,
sino mucho amor. Por eso se le perdonan muchos pecados. Podemos decir que el
amor y el perdón van entrelazados. El perdón provoca amor y el amor provoca perdón.
No se trata de aprobar el pecado, sino de tener respeto y tolerancia con las personas
para que se puedan rehabilitar. De hecho aun los pecados, si uno se arrepiente de
verdad, pueden llevarnos más a Dios, cuando hay mucho amor.
Aquel fariseo se creía puro, pero en definitiva era peor que aquella mujer pecadora.
Se parecía mucho a la parábola del hijo pródigo, representado por aquella mujer,
mientras que el fariseo era el hermano mayor. Jesús le hace salir de su ignorancia y le
hace reconocer que en realidad es un pecador. Es lo que hizo el profeta Natán con el
rey David, según nos narra la 1ª lectura. David había cometido unos grandes pecados;
pero no lo daba mucha importancia, quizá queriéndolo contrarrestar por las hazañas
guerreras que había realizado en nombre de Dios. Pero Natán se acerca y por medio
de una parábola le hace darse cuenta que es un pecador. David lo reconoce y pide
perdón al Señor. En el evangelio no sabemos si aquel fariseo aceptó la crítica de Jesús
y se arrepintió; pero es una llamada para que todos nosotros recapacitemos en nuestra
vida, no nos contentemos con lo externo, sino que miremos a ver si nuestro amor es
grande o pequeño hacia Dios y hacia nuestros hermanos.
Ante Dios no es más grande quien más aparenta, sino quien más amor tiene. Pasa
con frecuencia que dos personas van a hacer un retiro espiritual. Uno va creyendo que
ya es bueno y no tiene mucho que aprender, mientras otro, más pecador, va con
buenos sentimientos de ponerse en las manos de Dios. Y ocurre siempre que éste da
pasos de gigante en la vida del espíritu y el otro queda estancado.