Domingo XII del tiempo ordinario/C (Lc 9, 18-24)
“¿Quién dice la gente que soy yo?” (Lc 9, 18).
“¿Quién dice la gente que soy yo?” (Lc 9, 18). Jesús planteó un día esta pregunta a
los discípulos que iban de camino con él, hemos escuchado en el Evangelio. Y a los
cristianos que avanzan por los caminos de nuestro tiempo nos hace también esa
pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo?
Como sucedió hace dos mil años en un lugar apartado del mundo conocido de
entonces, también hoy con respecto a Jesús hay diversidad de opiniones. Algunos
le atribuyen el título de profeta. Otros lo consideran una personalidad
extraordinaria, un ídolo que atrae a la gente. Y otros incluso lo creen capaz de
iniciar una nueva era.
“Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” (Lc 9, 20). Esta pregunta no admite una
respuesta ‘neutral’. Exige una opción y compromete a todos. También hoy Cristo
pregunta: ustedes, cristianos de Irapuato; ustedes, cristianos de esta parroquia;
ustedes, que están aquí, ¿quién dicen que soy yo?
La pregunta brota del corazón mismo de Jesús. Quien abre su corazón quiere que la
persona que tiene delante no responda sólo con la mente. La pregunta procedente
del corazón de Jesús debe tocar nuestro corazón. ¿Quién soy yo para ti? ¿Qué
represento yo para ti en tu vida de cada día? ¿Me conoces de verdad? ¿Eres mi
testigo? ¿Me amas? No basta la profesión hecha con los labios. El conocimiento de
la Escritura y de la Tradición es importante; el estudio del catecismo es muy útil;
pero, ¿de qué sirve todo esto si la fe del conocimiento carece de obras?
Hoy Jesús quiere que le respondamos con el corazón: Jesús, yo sé que Tú eres el
Hijo de Dios que has dado tu vida por mí. Quiero seguirte con fidelidad y dejarme
guiar por tu palabra. Tú me conoces y me amas. Yo me fío de ti y pongo mi vida
entera en tus manos. Quiero que seas la fuerza que me sostenga, la alegría que
nunca me abandone.
Nuestra respuesta es, ha de ser, también tomar la firme decisión de fortalecer
nuestra fe, que se nos ha transmitido desde los Apóstoles, a poner a Cristo, el Hijo
de Dios, en el centro de nuestra vida. No olvidemos que seguir a Jesús en la fe es
caminar con Él en la comunión de la Iglesia. No se puede seguir a Jesús en
solitario. Quien cede a la tentación de ir “por su cuenta” o de vivir la fe según la
mentalidad individualista, que predomina en la sociedad, corre el riesgo de no
encontrar nunca a Jesucristo, o de acabar siguiendo una imagen falsa de Él.
Tener fe es apoyarse en la fe de tus hermanos, y que tu fe sirva igualmente de
apoyo para la de otros. Amemos a la Iglesia, que nos ha engendrado en la fe, que
nos ha ayudado a conocer mejor a Cristo, que nos ha hecho descubrir la belleza de
su amor. Para el crecimiento de nuestra amistad con Cristo es fundamental
reconocer la importancia de nuestra gozosa inserción en las parroquias, pequeñas
comunidades y movimientos, así como la participación en la Eucaristía de cada
domingo, la recepción frecuente del sacramento del perdón, y el cultivo de la
oración y meditación de la Palabra de Dios.
La adecuada respuesta a las preguntas de Jesús debe ser confirmada con una vida
santa. Ya desde el inicio Jesús puso de manifiesto a sus discípulos esta verdad
exigente. En efecto, apenas había acabado Pedro de hacer una extraordinaria
profesión de fe, él y los demás discípulos escuchan de labios de Jesús lo que él, el
Maestro, espera de ellos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lc 9, 23), es decir, vivan como yo,
hagan lo que yo hago, amen lo que yo amo…
Jesús no busca personas que lo aclamen; quiere personas que lo sigan. Jesús no
vino a enseñarnos una filosofía, sino a mostrarnos una senda; más aún, la senda
que conduce a la vida. Esta senda es el amor, que es la expresión de la verdadera
fe. Si uno ama al prójimo con corazón puro y generoso, quiere decir que conoce
verdaderamente a Dios. En cambio, si alguien dice que tiene fe, pero no ama a los
hermanos, no es un verdadero creyente. Dios no habita en él. Lo afirma claramente
Santiago: “La fe, si no tiene obras, está realmente muerta” ( St 2, 17).
Al respecto san Juan Crisóstomo, comentando el pasaje de la carta de Santiago ,
escribe: “Uno puede incluso tener una recta fe en el Padre y en el Hijo, como en el
Espíritu Santo, pero si carece de una vida recta, su fe no le servirá para la
salvación. Así que cuando lees en el Evangelio: ‘Esta es la vida eterna: que te
conozcan ti, el único Dios verdadero’ ( Jn 17, 3), no pienses que este versículo basta
para salvarnos: se necesitan una vida y un comportamiento purísimos” (cit. en J.A.
Cramer, Catenae graecorum Patrum in N.T. , vol. VIII: In Epist. Cath. et Apoc. ,
Oxford 1844).
Que Santa María Reina nos enseñe a creer con la mente y con el corazón, uniendo
la fe y las obras para tener vida eterna.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)