13ª semana del tiempo ordinario. Jueves: Mt 9, 1-8
Hoy nos narra el evangelio de san Mateo la curación de un paralítico, a quien Jesús
primeramente le perdona los pecados. Otros dos evangelistas, Marcos y Lucas, nos
dan un detalle simpático y significante, diciendo que la casa estaba llena de gente y,
como no podían entrar por la puerta, subieron a la terraza y por el techo descolgaron al
paralítico. Eso demostraba una gran fe y una gran determinación por parte de aquellos
amigos del paralítico. Por eso se comprende mejor lo que hoy dice el evangelio que:
“Viendo Jesús la fe de ellos”, le dice al paralítico: “Tus pecados te son perdonados”.
Pero podíamos decir: ¿Cómo le perdona al paralítico, si la fe es de ellos? Para que
veamos cuánto aprecia Jesús la solidaridad en el bien y en el perdón. Pero también
decimos que, cuando el evangelio habla de la fe de “ellos”, igualmente está incluida la
fe del paralítico. Y que, si los compañeros tenían una gran determinación para hacerle
descender desde el techo, no menos tenía que ser la determinación del enfermo para
dejarse llevar a Jesús y para dejarse descolgar desde el techo. Seguramente él mismo
les estaría animando para que le llevasen hasta Jesús.
Las primeras palabras de Jesús están llenas de cariño y afecto: “Animo, hijo”. Jesús
desea el bien, pero no sólo del cuerpo o del alma, sino un bien y una salud integral, de
todo el ser. Dios es sobre todo Amor y desea nuestra felicidad. Esta vida sabemos que
no es la definitiva y, además de la naturaleza limitada, estamos envueltos en maldades
personales y ajenas que nos causan dificultades. No es que el mal del cuerpo provenga
necesariamente de un mal del alma, como lo pensaban muchos fariseos y gente que
estaba alrededor de Jesús; Pero en ese momento se acomoda a lo que piensa la gente
para curar el alma al mismo tiempo que va a curar el cuerpo. De todas las maneras fue,
como dice el evangelio, por la fe del enfermo y sus acompañantes. Para curar el
cuerpo, Dios necesita sólo su poder y su voluntad; pero para curar el alma, necesita
Dios que el pecador coopere con su propia libertad. La fe de aquellos hombres era una
creencia en Jesús y sus mensajes, que llevaría, incluido en sí, una recta disposición
para cambiar de vida según las enseñanzas de Jesucristo.
Aquellos fariseos se escandalizaron porque decían que sólo Dios puede perdonar
los pecados. Y tenían razón. Pero resulta que Jesús era Dios y, para demostrarlo, hizo
el milagro de la curación. Dios es tan bueno que concede ese poder en la Iglesia: es el
sacramento de la Confesión. Necesitamos signos externos para ver el perdón de Dios.
Por eso Jesús les dio el poder a los apóstoles y a sus sucesores para que el que ha
sido pecador vea el signo, las palabras de perdón que tenemos en la Iglesia.
La parálisis es también un símbolo del pecado. Porque el pecado no es sólo el faltar
a unas leyes o normas, sino que es paralizar el sentido de ascenso hacia Dios. Nuestra
vida de religión debe ser un ascender hacia Dios para unirnos cada vez más con El. El
pecado paraliza el alma, de modo que ya es imposible hablar tiernamente con Dios e
impide el flujo abundante de las gracias de Dios. El sentimiento de perdón y el sentir el
perdón que Dios nos concede a través de la Iglesia, nos hace poner en pie hacia Dios e
incorporarnos a la vida particular del Reino de Dios y al apostolado.
Una enseñanza importante de este suceso es sobre la ayuda que recibe aquel
paralítico para poder encontrarse con Jesús. Esto pasa en la vida: Hay personas que
están metidas en el pecado y, como decía antes, están paralíticas. En ese estado ¡Qué
difícil es acudir por sí mismo a Dios! Se necesitan compañeros. Esta es la labor de
varios movimientos apostólicos: el ayudar a otras personas que se han alejado de Dios
o de la Iglesia, para que puedan volver al buen camino. Claro, que lo principal es la
voluntad del interesado; pero mucho hace quien le anima, quien ruega por él, quien le
enseña el camino de una manera directa presentándole a un cursillo o a un sacerdote o
por lo menos enseñándole con el ejemplo la alegría de vivir la gracia de Dios.