14ª semana del tiempo ordinario. Sábado: Mt 10, 24-33
Jesús está adoctrinando a los apóstoles, preparándoles para la misión a la que les
va a enviar, la inmediata y la definitiva, por el mundo. Les habla de los peligros que van
a tener en su predicación, ya que van a ser perseguidos. Esto será así, porque, si el
maestro ha sido perseguido y calumniado, también lo van a ser los discípulos. Es
natural que estas palabras les llenasen a ellos de gran temor. Por eso Jesús les
consuela y les dice: “No tengáis miedo”.
Hoy también nos lo dice Jesús a nosotros, porque en este mundo, que se nos dice
estar muy avanzado, hay muchos miedos. Y porque hay miedo, todo se deja muy
cerrado: las casas, los coches (recuerdo los años en que dejaba el coche por la noche
en la calle abierto y con la llave puesta). Hay miedo a perder el empleo, hasta el dinero
que está en el banco, miedo a los desastres, al terrorismo. Y en el plano religioso:
miedo a los cambios en la Iglesia, en el apostolado miedo al qué dirán, miedo al
fracaso, a las críticas. La gente que vive atemorizada es que está pensando sólo en las
fuerzas humanas. Y hasta los cristianos nos creemos poco en la ayuda de Dios.
Hoy Jesús quiere quitarnos los miedos, como lo hizo con los apóstoles. Para ello les
da unas razones: En primer lugar les dice que todo llegará a descubrirse. Por lo tanto
no debemos fijarnos en qué dirá la gente, sino en lo que Dios dirá de nosotros. Mucha
gente seguirá opinando despectivamente, porque están dominados por el egoísmo;
pero no temamos que nuestra vida esté patente, de modo que lo que digamos en
nombre de Dios lo podamos decir con tranquilidad y a plena luz.
La segunda razón es porque no hay que temer a los hombres sino a Dios. No es
que sea lo principal el temor de Dios. Normalmente debemos actuar por amor; pero si
el amor no nos mantiene en la gracia, que al menos el temor de caer en el castigo
eterno nos pueda preservar del pecado. Este es el único temor bueno, que llega a ser
un don del Espíritu Santo: el temor de perder a Dios o temor a nosotros mismos. Pero
Jesús nos da confianza y nos dice que no tenemos por qué temer a los hombres. Lo
más que nos pueden hacer es quitarnos la vida material, pero no la vida eterna. Dios
sabrá sacar beneficios de esa muerte, primero para nosotros en la eternidad y también
para otros y para la Iglesia. Se necesita fe para estar bien persuadidos de que el mayor
mal no es la muerte sino la condenación y lo que la prepara que es el pecado.
La otra razón es que contamos con la protección y el cariño de Dios. Si Dios cuida
hasta de los pajarillos ¿cómo no va a cuidar de nosotros? Hasta sabe el número de
nuestros cabellos. Es difícil comprender la Providencia de Dios en nuestra vida cuando
vemos tantas cosas que nos disgustan, cuando hay tantos desastres y vemos que
muchas veces triunfa el mal y la injusticia. Sabemos que esta vida es de paso hacia “la
nueva tierra y nuevos cielos”. Sabemos que Dios respeta la libertad de todas las
personas, hagan el bien o hagan el mal; pero también sabemos que “todas las cosas
las ordena Dios para bien de los que le aman”. Para muchos existe la buena o la mala
suerte; pero nosotros sabemos que la Providencia divina lo ordena todo para nuestro
bien, aunque nos cueste ver de pronto. Lo terrible es que nosotros muchas veces, con
nuestra voluntad y nuestros pecados, actuamos contra el amoroso plan de Dios.
Dios no quiere la muerte, pero sí quiere que su mensaje llegue a todos. Por eso al
discípulo que confiese públicamente a Jesús, Él dice que le reconocerá ante el Padre
celestial. Jesús dice que estará cerca de las personas decididas a proclamar la verdad.
Seguirá siempre la tentación a tener miedo, como aparece en la vida de profetas y
algunos santos; pero aun perseguidos a muerte, confiarán en el Señor, que les ha
enviado a esa misión. Hay que saber fiarse más de Dios, que siempre está a nuestro
lado y que con su providencia gobierna todo el universo para nuestro bien. No sólo vela
por todos en general, sino por cada uno de nosotros en particular.