15ª semana del tiempo ordinario. Jueves: Mt 11, 28-30
Palabras breves las de hoy, pero que nos llenan de esperanza y nos enseñan lo
maravilloso que es el Corazón de Jesús que nos invita a seguirle. Estaba dando
gracias Jesús a su Padre porque los pequeños y humildes comprenden el Reino de
Dios, a diferencia de los “sabios y entendidos”. Pero se da cuenta que entre esa gente
sencilla hay muchos agobiados con cargas pesadas, a los cuales hay que ayudar.
Según la mentalidad del evangelio de Mateo, cuando Jesús habla de cargas
pesadas, entiende en primer lugar la multitud de preceptos que los letrados de
entonces querían imponer a los poco conocedores de la Escritura. Eran obligaciones
muy difíciles de cumplir. Hoy también encontramos grupos cuyo afán es sacar de la
Escritura multitud de preceptos raros, o preceptos que ellos mismos se inventan por
encima del Evangelio, cuando en realidad el conocer la Escritura debe ser más bien
para aligerar los sufrimientos propios y ajenos.
También hay muchas cargas, de las que no podemos substraernos, como son
pobrezas extremas en muchos ambientes del mundo, como puede ser el
envejecimiento, cuando uno ve que los años se precipitan, como es la enfermedad, en
la que uno tiene que estar a merced del médico o de otras personas, como son las
angustias del corazón, la soledad, cuando uno ve que todos nos abandonan, como son
las fragilidades del espíritu y la tenaza del pecado, cuando falta valentía para poder
levantarse, y los desalientos y las perezas. Hay muchos desorientados en la vida,
muchos que se dicen “quemados” y que no saben por dónde orientar su vida. En todos
estos momentos debemos escuchar la voz de Jesús que nos dice: “Venid a mi todos
los fatigados y cansados”. Nuestro Dios está cercano y nos invita a que nos
acerquemos a El, porque quiere aliviarnos. El inventó la maravilla del sacramento de la
confesión, para que con facilidad se nos perdonen los pecados. El está presente en el
Sagrario para que acudamos con confianza a su presencia, y está en nuestro corazón
para que podamos con plena facilidad acudir buscando su ayuda en nuestra oración.
Todos tenemos momentos de cansancio y agobio. Debemos aprender a acudir a
Jesús y debemos también aprender de Jesús no sólo para no poner cargas pesadas en
otros, sino para aliviar en lo posible las cargas de nuestros hermanos. Para eso
debemos aprender a ser mansos y humildes de corazón. La mansedumbre a veces se
confunde con una falsa humildad, que es debilidad o un rebajarse para no hacer nada.
No se aparta de la verdad, sino que reconoce los dones concedidos por Dios. A veces
se define como “una condición de ser benigno y suave” o “soportar ofensas con
paciencia y sin resentimiento”. Esto es verdad, para lo cual hace falta temple y energía.
Pero la mansedumbre, manifestada en muchos pasajes de la Escritura, es una virtud
positiva que indica valentía para saberse vencer a sí mismo y ser bueno con los
demás. Se parece más a lo que solemos entender por: dulzura, bondad, amabilidad,
suavidad y apacibilidad de genio. La mansedumbre nunca es orgullosa, sino atenta,
cortés, humilde y benigna. La mayoría de los disgustos e irritaciones vienen por la falta
de mansedumbre. Quien recibe las contradicciones con mansedumbre sabe hacerles
frente sin amargura, buscando la mejor solución. Indica un equilibrio en el alma.
Jesús nos invita a acudir a El porque es “manso y humilde de corazón”. Así lo
manifestó con sus obras en tantos momentos de su vida. Ello no impide que uno deba
saber corregir las faltas con energía, pero debe hacerlo con pleno control de sí mismo.
El yugo de Jesús es suave. El hecho de ir a Jesús no quiere decir que desaparezca la
dificultad, sino que cambia de sentido. No despreciemos la invitación de Jesús, porque
encontraremos descanso, paz, serenidad en medio de las dificultades, esperanza ante
los problemas, ilusión en el trabajo monótono de cada día y nuevas fuerzas para poder
ser fieles en el servicio a Dios y a nuestros hermanos.