16ª semana del tiempo ordinario. Martes: Mt 12, 46-50
Jesús estaba predicando en una casa llena de gente, cuando vienen a verle los de
su familia: “su madre y sus hermanos”. No es ahora el lugar para alargarnos en explicar
que Jesús no tenía verdaderos hermanos, sino que en aquella cultura se llamaba
“hermanos” a todos los parientes cercanos, que podían ser tíos y primos. Pero sí es
oportuno decir que en aquella sociedad tenía mucha importancia la familia natural, de
modo que unos se sentían muy responsables de los otros dentro de la familia. Por eso
nos cuenta el evangelio de Marcos, poco antes de este suceso, que los parientes de
Jesús, viendo lo entregado que estaba a su ministerio y que era tenido hasta por
blasfemo por los fariseos, se lo quisieron llevar porque le creían que estaba un poco
loco. No es que estuviera un poco loco, sino que había comprendido que para cumplir
con su misión de evangelización, que el Padre le había confiado, debía desprenderse
de su familia. Esta separación tuvo que costarle mucho a su madre María; pero lo
aceptó con su fe, en ese itinerario de la fe y del aceptar siempre la voluntad de Dios.
El hecho es que aquellos parientes no se quedaron tranquilos, sino que llevaron a la
Madre para así quizá convencer a Jesús. Él nunca despreciaría a su madre, a quien
amaba más que nadie (y seguro que con presteza y atención les recibió después); pero
quiso aprovechar esa visita para darnos a todos nosotros una gran lección: que por
encima de los lazos familiares está el cumplir la voluntad de Dios. Precisamente su
madre era quien mejor siempre cumplía la voluntad de Dios. Su espiritualidad sería
repetir continuamente: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mi según tu palabra”.
Jesús diría un día: “Mi alimento, mi afán, es cumplir la voluntad de mi Padre”. Este
debe ser también nuestro afán: cumplir la voluntad de Dios, que al fin y al cabo es para
nuestro bien. Esta voluntad de Dios está expresada en sus mandamientos, que se
resumen especialmente en el amor y, según Jesús, expresada también en las
bienaventuranzas, que nos hacen verdaderos discípulos de Jesús. Pero lo que hoy nos
dice es que, si cumplimos esa voluntad de Dios, no tenemos sólo unas relaciones con
Dios frías de obediencia y sumisión, como puede ser entre un amo y los criados, sino
que entramos a pertenecer a la propia familia de Jesús. Nos dice que por encima de los
lazos que hace la sangre, la raza o la nación, hay otros lazos superiores por medio del
espíritu, por los que somos familia de Jesús y hermanos de los que procuran cumplir la
voluntad de Dios. Esto no aminora el cariño familiar, sino que lo ensancha, aunque pide
un desprendimiento, cuando el seguir la llamada del Señor así nos lo pida.
En el momento de pronunciar Jesús esas palabras: “estos son mi madre y mis
hermanos”, se dirigía principalmente a sus discípulos. Eran los que se habían puesto a
su disposición para predicar el Evangelio, con independencia de sus familias. No hay
que esperar a que mueran los padres para comenzar la Misión. La urgencia de la
evangelización le lanza a organizar un grupo de personas que como él estén
dispuestos a dejarlo todo para anunciar el Reinado de Dios. Jesús iba encontrando su
nueva familia, no sólo en los doce, sino en los que iban aceptando el Reino. Es un gran
mensaje y una verdadera revolución para la humanidad.
Nosotros debemos entrar en comunión con Dios y permanecer en su familia
cumpliendo constantemente su voluntad. Para eso debemos conocerla más y más.
Pero entrar en comunión con Dios es entrar en comunión con multitud de hermanos y
hermanas que cumplen esa santa Voluntad por toda la tierra. Una reunión de culto en
la iglesia no debe ser sólo una aglomeración de personas, sino una reunión de
hermanos para alabar a Dios, para conocer más la voluntad de Dios y acrecentar en el
amor. Puede ser que uno esté bautizado y pertenezca a la Iglesia; pero si no cumple la
voluntad de Dios, no pertenece a la familia de Jesús. Debe haber coherencia de la vida
con la fe para que seamos verdaderos discípulos y familiares de Jesús.