Domingo XVI TO/C (Lc 10,38-42)
“María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra” (Oración y
trabajo)
El evangelio de hoy nos narra que mientras Marta se desvive en el servicio por su
divino Huésped, María, su hermana, se sienta a sus pies para escuchar sus
enseñanzas. Tanto Marta como María son mujeres de fe profunda, intensa. Ambas
creen que el Señor es el Mesías Salvador y Reconciliador. Creen en Jesús y le
creen a Jesús. Tienen una piedad fuerte, un amor grande e intenso y ambas, cada
una a su modo y según su personalidad, actúan movidas por su amor al Señor.
Marta y María representan dos dimensiones de la vida de todo discípulo de Cristo:
la dimensión contemplativa de oración en María y la dimensión activa de servicio
concreto y específico en Marta. Pero hay que decir que la acción no está ausente en
María ni la oración en Marta. Al centrar su servicio en el Señor, toda la actividad de
Marta se hace oración. Su trabajo es una forma de oración, mientras no pierda de
vista lo esencial. El problema surge cuando dividida interiormente y agitada por
muchas cosas pretende excluir los momentos fuertes de oración, los momentos de
estarse a los pies del Señor en actitud de reverente escucha. Sin esos momentos
fuertes de oración (Cfr. CEC 2697) su acción corre el peligro de convertirse en un
activismo que roba a la acción de su capacidad de realizar a la persona dando con
sus actos gloria a Dios.
María por su parte mantiene un silencio activo escuchando al Señor, en lo que
podemos llamar momento fuerte de oración que la prepara para la acción, que
sostiene y hace fecunda la vida activa. Lejos, pues, de ver una oposición entre la
vida contemplativa y la vida activa, Marta y María muestran un camino de síntesis
concreto para la realidad personal de todo discípulo del Señor. El Señor al corregir a
Marta no establece una oposición, sino una prioridad de momentos fuertes de
oración que nutren y fecundan la vida activa.
¿Quién no tiene infinidad de “cosas que hacer”? Como Marta, cada día andamos de
un lado para otro, “a las carreras”, “estresados” por tanto trabajo, estudio y
exámenes, actividades sociales, sin poder o saber hacernos un tiempo para
“sentarnos a los pies del Señor” para escuchar y meditar tranquilamente su
Palabra…
Y cuando logramos darnos un tiempo, ¡qué difícil es hacer silencio en nuestro
interior! La agitación y las distracciones nos persiguen, nos sacan de lo que
debemos hacer en ese momento: escuchar al Señor, dialogar con Él, dejar que la
luz que brota de sus enseñanzas ilumine nuestra vida y conducta, nutrirnos de su
Presencia, de su amor y fuerza para poder poner por obra lo que Él nos dice
(Cfr. Jn 2,5).
En medio de tanto quehacer, abandonar, postergar o descuidar el encuentro y
diálogo íntimo con el Señor aun cuando nuestras actividades buscan servirlo a Él,
es caer en lo que el Señor reprocha tiernamente a Marta: “te preocupas y te agitas
por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola”. En aquella
circunstancia concreta de la vida el Señor enseña a Marta que debe aprender a dar
la debida prioridad a las cosas: mientras Él está allí no es lo más importante
organizarle a Él y a los discípulos que lo acompañan una comida abundante o
llenarlo de todas las atenciones posibles, sino que lo más importante es escucharlo,
aprender de Él, atesorar sus enseñanzas para ponerlas luego en práctica.
También nosotros debemos aprender a dar un lugar prioritario en nuestra jornada
al encuentro con el Señor, buscando un tiempo adecuado para la escucha y
meditación de la Palabra del Señor. Sólo en este diario y perseverante ejercicio
podremos permitir al Espíritu que nos vaya “cristificando”, es decir, que nos vaya
haciendo cada vez más semejantes al Señor Jesús en su modo de pensar, sentir y
actuar: “La oración restablece al hombre en la semejanza con Dios” ( CEC 2572).
Al nutrirnos diariamente de estos momentos fuertes e intensos de encuentro con el
Señor podremos hacer que toda nuestra acción se vaya haciendo cada vez
más acción según el Plan de Dios, tornándose la acción misma un continuo acto de
alabanza al Padre. Es justamente a esto a lo que debemos aspirar si queremos ser
verdaderos discípulos de Cristo que sean luz del mundo y sal de la tierra: a una
oración sin interrupción, por la que permanecemos siempre en presencia de Dios.
La oración es como el oxígeno para el ser humano. Ella va acompañando nuestra
vida, nuestra lucha por responder al llamado, nuestro creciente proceso de
conversión, que termina con el último suspiro. Que María nos enseñe a vivir bajo la
inspiración del Espíritu Santo, buscando siempre y en todo momento luchar contra
cuanto pueda estar en nuestra vida en contraste con el Plan de Dios, purificando
nuestras intenciones, y acogiendo la gracia que ha sido derramada en nuestros
corazones para que no sea estéril en nuestro corazón.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)