17ª semana del tiempo ordinario. Domingo C: Lc 11, 1-13
Jesús oraba muchas veces. Los buenos israelitas solían hacerlo tres veces al día.
Por eso no era extraño para los apóstoles ver a Jesús que se ponía a orar. Lo que les
impactaba no era el hecho de orar, sino la manera de orar: el darse cuenta que Jesús
hablaba verdaderamente con otra persona, que era su Padre, y quizá muchas veces le
escucharían las palabras tiernas que dirigía a su Padre celestial. Por eso una vez que
terminó su oraci￳n, le dijeron: “Se￱or, ensé￱anos a orar”. Un motivo, por lo que se lo
dijeron, era porque Juan Bautista había enseñado a orar a sus propios discípulos.
Jesús, como respuesta, les enseñó el Padrenuestro. Es muy posible que no fuese
una oración en concreto enseñada una sola vez, sino que en diferentes momentos les
fue enseñando cómo hablar con Dios y los deseos y peticiones más importantes. De
esas ense￱anzas, que solían ser parecidas, san Mateo nos presenta el “padrenuestro”,
como lo conocemos, y san Lucas lo presenta un poquito más abreviado.
Lo primero que ense￱a Jesús es a llamar “Padre” a Dios. Con ello nos acercaba
mucho más a la divinidad y nos mostraba lo principal de Dios, que es su amor. Si Dios
es nuestro Padre (o Madre), tenemos que querer que así sea conocido por muchos.
Ese es nuestro primer deseo, que es parecido al segundo: Que reine sobre nosotros.
Quiere decir que se extienda más su reino de amor: que todos nos comportemos como
hermanos y vivamos en la alegría de cumplir sus mandatos, pues es lo que nos dará la
verdadera felicidad. Después pedimos lo necesario para nuestra vida. Hay que tener en
cuenta que Jesús nos enseñó a pedir en comunidad, aunque uno rece solo. Por eso
este alimento lo pedimos para todos, especialmente para los más necesitados. Luego
le pedimos el perdón, que está supeditado a que lo tengamos entre nosotros. Y, como
somos débiles, le pedimos no tener tantos peligros para caer en el mal.
Jesús nos dice que pidamos, porque Dios escucha nuestra oración. Sin embargo
todos tenemos experiencias de muchas oraciones que creemos no han sido atendidas.
Jesús nos dice que Dios atiende todas nuestras plegarias, porque está con nosotros,
nos escucha y quiere nuestro bien. Lo malo es que a veces somos nosotros los que no
sabemos lo que nos conviene y oramos mal. La oración, si la consideramos como
unión con Dios, siempre es provechosa y puede ser constante, aunque ocupemos el
tiempo en diversos menesteres. Pero cuando hablamos de la oración como petición,
suele haber dos extremos defectuosos. Hay quienes piensan que no se debe orar sino
trabajar más. Algunos sin fe piensan que la oración es pura fantasía o tienen una idea
de Dios falsa, como si fuese un tirano. Para otros en cambio, que se pasan de vagos o
perezosos, la oración debe llenar todo, de modo que Dios les solucione todos los
problemas materiales. Otra cosa son los religiosos de vida contemplativa, que trabajan
de verdad mucho... La realidad es que ni Dios lo quiere hacer todo por sí mismo, ni
nosotros podemos hacerlo todo por nosotros mismos. Es difícil el equilibrio.
Hoy Jesús nos enseña que muchas veces debemos acudir a Dios. Y nos cuenta
una parábola para decirnos que debemos acudir a Dios con mucha confianza y muchas
veces también con perseverancia. Nos cuenta lo que le sucede a uno que tiene una
visita inesperada a media noche y debe cumplir con la ley de la hospitalidad. Va donde
un amigo y no deja de pedir hasta que este amigo se levanta y le da lo que necesita. Y
Jesús termina haciendo esta reflexión: Si este amigo termina dándole lo necesario,
¿Cómo no nos va a dar nuestro Padre celestial espíritu santo? Así dicen muchos
autores que aquí se debe poner “espíritu santo” con minúscula, porque significa todo lo
que es bueno para nuestra salvación, que es lo más importante para nosotros.
Algunas veces pediremos cosas necesarias materiales; pero lo importante es pedir
lo más conveniente para nuestra salvación, que Dios sabe mejor que nosotros. De
nuestra parte debemos poner mucha confianza y total entrega al amor de Dios Padre.