Domingo18 del tiempo ordinario (C)
PRIMERA LECTURA
¿Qué saca el hombre de todos los trabajos?
Lectura del libro del Eclesiastés 1,2; 2,21-23
¡Vanidad de vanidades, dice Qohelet; vanidad de vanidades, todo es vanidad! Hay quien trabaja con sabiduría,
ciencia y acierto, y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado. También esto es vanidad y grave
desgracia. Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol? De día
su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente. También esto es vanidad.
Salmo 89, 3-4. 5-6. 12-13. 14 y 17 R/. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
SEGUNDA LECTURA
Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 3,1-5.9-11
Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de
Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo
escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él,
en gloria. En consecuencia, dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión,
la codicia y la avaricia, que es una idolatría. No sigáis engañándoos unos a otros. Despojaos del hombre viejo, con
sus obras, y revestíos del nuevo, que se va renovando como imagen de su Creador, hasta llegar a conocerlo. En este
orden nuevo no hay distinción entre judíos y gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y
libres, porque Cristo es la síntesis de todo y está en todos.
EVANGELIO
Lo que has acumulado, ¿de quién será?
Lectura del santo evangelio según san Lucas 12,13-21
En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.»
Él le contestó: «Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?» Y dijo a la gente: «Mirad: guardaos
de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.» Y les propuso una
parábola: «Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: “¿Qué haré? No tengo donde
almacenar la cosecha.” Y se dijo: “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y
almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: hombre, tienes bienes
acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida.” Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van
a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?” Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante
Dios.»
Los bienes de abajo y los bienes de arriba
El evangelio de hoy contiene una enseñanza sobre los verdaderos bienes que enriquecen nuestra
vida, en perfecta sintonía con la primera lectura y la carta de Pablo. Pero arranca con un diálogo
que ilustra y completa la catequesis sobre la oración de los domingos anteriores. Si el domingo
pasado meditábamos sobre la oración de petición, sobre qué y cómo pedir, hoy Jesús nos avisa
claramente acerca de lo que no hemos de pedir. No podemos pretender que Dios nos resuelva los
problemas que son objeto de nuestra exclusiva competencia. Dios respeta nuestra autonomía, y
quiere que la ejerzamos. No podemos ni debemos pedirle a Dios lo que Él nos pide a nosotros,
convirtiéndolo en el remedio mágico de aquellos asuntos, para cuya resolución nos ha dado los
recursos necesarios. Se suele decir que al necesitado no hay que darle un pez (salvo en
situaciones de extrema necesidad), sino una caña de pescar. Con ello se indica que es necesario
promover la autonomía de cada uno, porque en ella estriba la propia dignidad. Pues bien, Dios,
que es el autor de nuestra dignidad y el fundamento de nuestra autonomía, no nos ha dado ni
siquiera la caña, sino mucho más: la capacidad de idearla, nos ha dado la razón y la libertad y
además la conciencia moral iluminada por la Revelación, que vienen a ser el manual de
instrucción para hacer un recto uso de esas capacidades, de modo que podamos ser nosotros
mismos y vivir por nosotros mismos. Esto no quita el que nos dirijamos a Él expresándole
nuestras necesidades, pidiéndole, también, el pan nuestro de cada día, pues todo lo que tenemos
es, al fin y al cabo, don de Dios. Pero, precisamente al pedir el pan, estamos ya aludiendo a “los
frutos de la tierra y al trabajo del hombre”, esto es, la misma petición lleva aparejada el
reconocimiento de nuestra responsabilidad, de lo que nos corresponde hacer a nosotros.
En el diálogo con el hombre descontento con su hermano Jesús parece responder con demasiada
brusquedad, pero en la concisión de sus palabras nos está invitando a establecer relaciones
maduras con Dios. Ya el modo que tiene Jesús de dirigirse a su interlocutor, “hombre”, puede
entenderse como una apelación a tomar responsablemente las riendas de la propia vida. Dios es
nuestro Padre, pero los hijos se encuentran respecto de sus padres en situación de dependencia
sólo temporal, hasta que alcanzan la edad adulta. Entonces la piedad filial se conserva, pero ya
desde la autonomía conquistada gracias a aquella inicial y pasajera dependencia, de modo que la
primera se convierte en preocupación y cuidado de los propios padres cuando estos son ya
ancianos. Dios Padre quiere que crezcamos, que vivamos como adultos y que, alcanzada la
madurez en la fe, establezcamos relaciones maduras con Él, y no de pura dependencia infantil.
Los bienes materiales que necesitamos para vivir están en este mundo a nuestra disposición, y
nosotros mismos debemos procurárnoslos. Ese “manual de instrucciones” que, hemos dicho, es
la conciencia moral, el sentido de la justicia y el mandamiento del amor, nos dice que debemos
hacer un uso responsable de esos bienes, de modo que nos sirvan, evitando absolutizarlos y
convirtiéndonos en sus esclavos. Cuando sucede esto último surgen los conflictos, la codicia, la
avaricia, la guerra por la posesión, la tendencia a acaparar, a poseer en exceso, con perjuicio de
los derechos y las necesidades de otros.
Jesús, que se niega a hacer de juez en este tipo de conflictos, nos da, sin embargo, otras
indicaciones que pueden ser de gran ayuda, para solucionarlos, superándolos positivamente. Se
trata de cambiar de actitud respecto de los bienes materiales, de no darles más importancia de la
que tienen (y la tienen, pero en su justa medida). Para ello describe con gran agudeza y no poca
ironía lo que sucede al que hace de la riqueza económica su único horizonte vital. El hombre de
la parábola tuvo un golpe de suerte y se hizo inmensamente rico. Y pensó de forma insensata que
su vida estaba salvada. Sin darse cuenta de que la vida en este mundo es pasajera, y que los
bienes externos no pueden formar parte del equipaje que podemos llevarnos al otro mundo.
Como dice el libro de Job, “desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá” (Job 1,
21). Si toda la riqueza que el hombre puede acumular es la que puede guardarse en el banco o en
los graneros, todos estamos abocados a acabar en la misma pobreza: la desnudez de la muerte. Si
todos nuestros afanes se concentran sólo en los valores externos y materiales, por muy bien que
nos pueda ir (algo que no está en absoluto garantizado), habremos consagrado nuestra vida a
bienes que no perduran, a la vanidad de que nos avisa el libro del Eclesiástico.
Existen otras riquezas, que el hombre puede acumular dentro de sí y que atraviesan incólumes el
fuego purificador de la muerte. Jesús nos recuerda que tenemos que hacernos ricos ante Dios.
Pablo nos exhorta a buscar los bienes de allá arriba, los que recibimos de Dios, por medio de
Jesucristo, los bienes que perduran y son más fuertes que la muerte. Son los bienes que
componen precisamente esa madurez humana y cristiana de que hablábamos antes: los bienes
ligados al sentido de la justicia, a la generosidad y la entrega, al servicio y, en definitiva, a los
que se sustancian en el mandamiento del amor. La muerte y resurrección de Jesucristo los han
hecho plenamente patentes y accesibles: entregarse hasta dar la vida, como Cristo, tiene sentido
(no es vanidad ni grave desgracia) porque así nos hacemos partícipes de la plenitud de vida de la
resurrección.
Pero no hay que esperar a la muerte para empezar a vivir así. El mandamiento del amor, la vida
al servicio de los demás, los sacrificios que a veces nos impone la generosidad y el elemental
sentido de la justicia, todo esto implica, como dice Pablo, ir dando muerte en nosotros a todo lo
terreno, a toda forma de vida basada en el egoísmo y en el mero disfrute (que, es una forma de
vida idolátrica, desconocedora del verdadero Dios), para que crezca en nosotros la imagen de
Dios que conocemos por Cristo.
Un primer fruto de esta forma de vida es la superación de las múltiples barreras que el egoísmo
ha ido levantando entre los hombres (judíos y gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y
escitas, esclavos y libres, y, podríamos añadir, ricos y pobres), y la capacidad de reconocer en
cada hombre o mujer un semejante, un hermano o hermana.
¿Significa esto que tenemos que renunciar por completo a toda forma de bienestar, descuidar del
todo las preocupaciones por los bienes materiales? Ni mucho menos. Jesús, recordémoselo, ha
incluido la petición del pan cotidiano en el Padrenuestro. Él mismo se ha preocupado de dar de
comer a los hambrientos, y ha mandado a sus discípulos que hagan lo mismo (cf. Lc 9, 13). En
realidad no hay que contraponer excesivamente las riquezas materiales y las que nos hacen ricos
ante Dios. Ya decía el santo papa Juan XXIII que “no sólo de pan vive el hombre, pero también
de pan”. Ser rico ante Dios significa, entre otras cosas, preocuparse del bienestar material de los
que carecen de lo necesario. El hombre de la parábola que Jesús nos narra hoy tuvo un golpe de
suerte y se hizo rico de repente. Podría haberse hecho también rico delante de Dios si, en vez de
acumular vanamente esas riquezas sólo para sí, hubiera abierto sus graneros para compartir esa
riqueza con los hambrientos. Esa misma noche hubiera tenido que entregar igualmente su vida,
sin poderse llevar su fortuna, pero se habría presentado ante Dios adornado con la riqueza del
deber cumplido de justicia, la libertad de la generosidad, la madurez del amor y, también, del
agradecimiento y la bendición de los pobres saciados con esos bienes efímeros, pero que,
transfigurados por los bienes de allá arriba, en modo alguno resultan vanos.