19ª semana del tiempo ordinario. Jueves: Mt 18, 21 – 19,1
Jesús nos vino a enseñar sobre todo que Dios es nuestro Padre, porque Dios es
Amor. Por este hecho de ser Dios Amor, medio entendemos el porqué de la Santísima
Trinidad. Nosotros, que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, tanto más
nos acercamos a Dios, cuanto progresemos en el verdadero amor. Ese fue el principal
mandamiento que Jesús nos dejó. Pero en las circunstancias de nuestra vida material y
limitada, sobre todo por las faltas que nos hacemos, no puede haber amor sin perdón.
Para los que habían leído sólo el Antiguo Testamento, aunque se habla del amor de
Dios, se quedaban más con lo del Dios terrible y poderoso, a quien hay que temer. A
veces, por quererle hacer humano, aparecía como vengativo. Y esa mentalidad de
venganza era la que prevalecía entre los israelitas cuando había discusiones u
ofensas, de modo que para algunos el perdón era algo humillante. Por eso le costó a
Jesús hacerles comprender a los mismos apóstoles que hay que perdonar.
En estas enseñanzas estaban, cuando san Pedro, creyendo tener un rasgo de
generosidad, le dice a Jesús en forma de pregunta: ¿He de perdonar hasta siete
veces? Hay que tener en cuenta que el número siete para los israelitas era como un
signo de grandeza. Era como decir: muchas veces. San Pedro se sentía generoso al
estilo humano; pero Jesús nos va a enseñar que debemos ser generosos al estilo de
Dios. Y por eso le contesta que: setenta veces siete. Era la fórmula para decir: siempre.
También era recordar a Lamec, descendiente de Caín, cuya venganza era tan grande
que la Biblia la formula de esa manera: setenta veces siete. Por eso luego se dio esa
ley de “ojo por ojo y diente por diente”. Era una ley para suavizar la venganza, para no
hacer más daño de lo que te han hecho a ti. La ley de Jesús supera toda venganza.
Jesús, para expresar cómo Dios nos perdona y cómo somos nosotros raquíticos al
no perdonar, nos pone el ejemplo del siervo que debía a un rey una fortuna millonaria.
El rey se la perdona porque se lo pide; pero ese siervo no es capaz de perdonar una
deuda pequeña a un compañero. Por eso merece la condenación. El acento de la
parábola está en el contraste. Porque en realidad nosotros ofendemos mucho a Dios;
pero El está dispuesto a perdonarnos, si se lo suplicamos con fe y humildad. Tan
dispuesto está, que Jesús inventó el sacramento de la Penitencia, para que sea muy
fácil el poder conseguir con certeza el perdón.
Una de las razones principales de aquel siervo para no perdonar a su compañero
era la ambición. En verdad que para un verdadero amor y perdón se necesita el
desprendimiento. Por la ambición de las cosas materiales provienen las guerras, las
envidias, las disensiones aun dentro de la propia familia. Cuando decimos que hay que
perdonar, normalmente no se trata de grandes enemigos o personas que nos hayan
hecho grandes males. Algunas veces los hay, pero no es frecuente. Lo frecuente son
las pequeñas disensiones que hay dentro de la misma familia o entre compañeros de
trabajo o entre personas que han sido o siguen siendo amigos.
Muchas veces pasa también que estamos equivocados. Cuando hay ambición o
poco amor, fácilmente creemos que ha sido una grande injuria lo que ha sido algo muy
pequeño y muchas veces nada. Pues muchas veces lo que creemos que ha sido una
injuria, ha sido más bien un equivoco o una ignorancia. Ante Dios creo que es mejor
pasar por un poco ignorante antes que por malvado. Debemos saber perdonar sin
hacer aspavientos, sin molestar a quien creemos que nos ha ofendido. A veces basta
una sonrisa, un saludo, un hacer como que no ha pasado nada. En realidad es vivir en
una actitud de continuo perdón, que es lo mismo que un continuo amor. Recordemos lo
que pedimos siempre en el “Padrenuestro”, que Dios nos perdone, porque estamos
dispuestos a perdonar a los demás. No atemos las manos a Dios, que está dispuesto a
perdonarnos con gozo, perdonando también nosotros con alegría.