20ª semana del tiempo ordinario. Domingo C: Lc 12, 49-53
Hoy nos habla Jesús con palabras que nos parecen desconcertantes y hasta algo
duras. Pero, como en todas las palabras, debemos considerar las circunstancias y el
contexto de ellas. Jesús iba camino de Jerusalén, iba a sufrir en la cruz para salvarnos.
Él había venido para cambiar el mundo de una manera radical. Para ello debe contar
con nuestras voluntades, que muchas veces se muestran muy rebeldes y obcecadas
por el pecado. Él siempre ha mostrado con suavidad la gran misericordia de Dios; pero
ve que no basta y se necesita una gran pasión, que es el fuego del Espíritu Santo.
Sabe que su Pasión puede hacer encender ese fuego en la tierra, y por eso siente
deseos de sumergirse en esas aguas terribles de la Pasión. Sabe también que seguir el
Evangelio será difícil, porque exigirá una decisión fuerte, de modo que seguirle o no
seguirle será causa de que haya división, hasta dentro de las mismas familias.
Por eso grita: “¡Fuego!”. Ya san Juan Bautista había dicho que Jesús bautizaría con
Espíritu Santo y fuego. Se suele significar el ardor y la pasión que se requiere para que
la palabra de Dios encienda la tierra o por lo menos algunos corazones. También en
Pentecostés el Espíritu Santo vino con fuego a los apóstoles, dándoles la fortaleza
necesaria para predicar los mensajes de Jesús. En ese ardor del Espíritu se sienten
quienes han sido sumergidos en el Espíritu. Muchos mártires han sentido las ansias del
martirio para sumergirse, como Jesucristo, en las aguas salvadoras de su pasión.
Jesús siempre buscaba la paz. Desde los ángeles en el Nacimiento hasta el deseo
de paz de Cristo Resucitado, es un deseo y una realidad continua, manifestada por los
signos de perdón y de misericordia. Pero ahora ve la realidad del mundo, que necesita
el fuego del Espíritu para convertirse, que está envuelto en una falsa paz y que rechaza
la paz verdadera. La paz de Cristo se encuentra en la adhesión a la voluntad de Dios,
en el verdadero amor y la concordia. Cuando la paz se basa en la ausencia de guerra,
pero siguen los pleitos, la envidia, los odios, los atropellos y represiones, es una paz
ficticia, que no quiere Jesús. Él anunciaba la libertad para los oprimidos y el amor para
todos. Y esto molestaba, y sigue molestando, a los poderosos y opresores que no
quieren problemas. Estos buscan su paz, que se basa en las mentiras y las injusticias y
sobre todo en que el débil esté sometido al que es más fuerte y al más violento.
Por esto fue maltratado el profeta Jeremías, como aparece en la primera lectura. Él
podía haber hablado palabras suaves y halagadoras para los poderosos; pero no sería
la palabra de Dios. Él fue consecuente con lo que predicaba y por esto no tuvo “paz”.
Aunque es cierto que los santos perseguidos sienten en su espíritu una mayor paz, la
de estar cerca de Dios. Para algunos sería más “pacífico” si el Papa y los obispos se
dedicasen sólo a palabras de consuelo y halagos; pero muchas veces tienen que decir
la verdad según el Evangelio, aunque suscite reacciones violentas de oposición.
Jesús no vino a dividir las familias, pero su llamada es más fuerte que los vínculos
familiares y a veces seguir a Cristo plenamente ocasiona, por culpa de nosotros,
divisiones, que no quisiera Jesús, ya que El quiere que seamos “unos” como El mismo
lo es con el Padre del cielo. Ya había profetizado el anciano Simeón que Jesús sería
“signo de contradicción” o “bandera discutida”. La verdadera paz no es la comodidad o
aceptar las injusticias o convivir con la pereza. Ser cristiano es ser sufrido, pero al
mismo tiempo buscar con pasión que el Reino de Dios permanezca más con nosotros.
Jesús tuvo muchos problemas con las autoridades religiosas, porque les decía que
esa institución estaba para terminar, y les recriminaba porque explotaban a los pobres
y a las viudas; y les decía que el hombre está por encima de algunas leyes religiosas, y
que más que la raza y la nación, lo que importa es la fe y la adhesión del corazón a
Dios. Todo el Evangelio, con sus mensajes radicales, tiende a quitar la falsa paz de la
conciencia para poner el entusiasmo y ardor por ser heraldos del Gran Rey.