XX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
Miremos a Jesús, paladín de la fe
En el contexto mundial de la Olimpiada de Río de Janeiro, donde los atletas de
todos los deportes aspiran a dar lo mejor de sí para superar todas las marcas
posibles, las lecturas dominicales nos invitan a centrar nuestra mirada en Jesús
profeta, campeón de campeones, pionero y consumador de la fe para que
corramos proféticamente nuestra vida y firmes en su seguimiento. Los textos
nos indican hasta dónde hemos de desarrollar nuestra capacidad de sacrificio y
de aguante al dar lo mejor de cada uno de nosotros, sabiendo que asumiendo la
cruz como Jesús nos aguarda la alegría de Dios. Jesús es campeón en la carrera
hasta Dios Padre y en la lucha contra el mal y contra el pecado.
El Evangelio de Lucas muestra la radicalidad profética de Jesús, con expresiones
tan contundentes como desconcertantes al decir que no trae paz sino división
(Lc 12,49-53), Jeremías es el profeta que preconiza la pasión de Cristo en el
pozo de la persecución por ser testigo de la verdad (Jer 38,4-10) y la nube de
testigos de la fe de toda la historia, capitaneados por Jesús en la cruz (Heb 12,1-
4) nos anima a seguir aguantando con decisión y firmeza en la lucha contra el
pecado.
La carta a los Hebreos proclama que Jesús en la cruz es el pionero y consumador
de la fe en el misterio de la cruz. A la larga historia de testigos de la fe del
Antiguo Testamento, referida en el capítulo precedente se superpone ahora la
figura de Jesús, como paladín y ejemplo para la vida en la fe. Jesús, a diferencia
de todos aquellos testigos y de los profetas, sí alcanzó la realización de las
promesas de Dios y la alegría que éstas llevan consigo. Y lo consiguió en virtud
de su pasión hasta la cruz, revelando así el grado de fidelidad a Dios que una
vida profética conlleva. Por eso es el paladín de la fe, es decir, el Señor fuerte,
valeroso, entregado libre y voluntariamente en defensa de sus hermanos, hasta
realizar la hazaña de la cruz, mediante la cual alcanza la gloria de sentarse junto
a Dios y la de llevar hasta Dios a todos y cada uno de sus hermanos, los
hombres.
La acción transformadora, sacerdotal por excelencia, que perfecciona, consuma
y consagra en el amor la vida de Cristo es una vida profética de fe y de fidelidad
a Dios que permite al autor de Hebreos darle un título único y novedoso a Cristo,
teleiotes, el realizador de la teleiosis por medio de la cruz, es decir, el que ha
logrado, por medio de su pasión hasta soportar la cruz por amor solidario a sus
hermanos, la transformación de la naturaleza humana, la perfección de la
ofrenda agradable a Dios, la consumación de su obra redentora y la
consagración sacerdotal mediadora de una Nueva y definitiva Alianza entre Dios
y los hombres. Con esta Alianza los humanos quedamos capacitados ya por la
acción del Espíritu y mediante la fe para vivir sin pecar y para luchar contra el
pecado con una constancia como la de Jesús. Por eso hay que centrar la mirada
en Jesús, paladín de la fe y de la fidelidad para todos los creyentes. El aguante
activo de Jesús en su pasión hasta su muerte y su resurrección lo acreditan
como pionero de la salvación para todos los que creen en él.
La vida profética de Cristo, culminada en su pasión, tiene sus raíces históricas en
la vida testimonial de sacrificio que caracterizó a los profetas del Antiguo
Testamento, particularmente a Jeremías, de quien hoy leemos el fragmento de
su sufrimiento por causa de su fidelidad a la verdad y a la palabra de Dios (Jer
38,4-10) que era la causa de su alegría y el gozo más íntimo de su corazón (cf.
Jer 15,16). Jeremías desarrolló su misión profética durante el gobierno de varios
reyes de Judá. Tras un primer período halagüeño, durante el reinado de Josías
(a. 609), el profeta tuvo que afrontar el enfrentamiento con otros reyes y con el
pueblo por ser fiel a la Palabra de Dios. El texto de este domingo debe
encuadrarse en la época de Sedecías (597-587), rey nombrado por el babilonio
Nabucodonosor tras asediar a Jerusalén en el a. 597, y a quien exige juramento
de fidelidad. El rey Sedecías de Judá es un rey débil y, haciendo caso omiso de
Jeremías que le aconsejaba la sumisión a Nabucodonosor y no al faraón de
Egipto, por miedo sigue los consejos de sus ministros, filo-egipcios,
sublevándose al no pagar tributo a su señor de Babel. Indignado,
Nabucodonosor se dirige contra Jerusalén y pone sitio a la ciudad (a. 587).
Consultado varias veces por el rey, Jeremías anuncia lo mismo: la destrucción de
la ciudad y la deportación del rey (34,1-7; 37,3-16.17-21; 38,24-28). La voz del
profeta Jeremías se levanta para proclamar lo absurdo de cualquier alianza con
Egipto en contra de Babilonia. Pero la verdad profética molesta a los dignatarios
y primero "...lo hicieron azotar y lo encarcelaron... y después instaron al rey
Sedecías para condenarlo. El rey lo entrega en su poder, y lo meten en un aljibe,
del que posteriormente fue salvado a instancia de un criado extranjero, que abre
sus oídos a la palabra profética, y salva a Jeremías.
En esta misma línea profética se ha de entender el evangelio de Lucas de este
domingo. Se trata de un breve fragmento de palabras de Jesús (Lc 12,49-53)
que aparece instruyendo a sus discípulos en su recorrido hacia Jerusalén.
Expresiones como «fuego vine a lanzar sobre la tierra» y “no he venido a traer
paz sino división” no parecen del lenguaje de Jesús. Son muy duras al oído y
parecerían demasiado radicales como para que hayan sido pronunciadas por
Jesucristo. Pero Jesús es consciente de la lucha que lleva consigo la realización
del Reino de Dios en esta tierra. Él habla paradójicamente de conflictos y de
luchas, de división y de un fuego que ya está ardiendo. Jesús no ha venido a
dejar en paz el mundo en que vivimos, si ésta no está construida sobre la
justicia, ni a traer una paz tranquilizadora que evite los conflictos a toda costa.
Su postura no es diplomática ni de connivencia alguna con el mal. Su radicalidad
al enfrentarse con los dirigentes religiosos, desenmascarando la mentira y la
hipocresía del culto vacío que éstos practican y la ostentación del poder que
ejercen le va a costar en último término la cruz.
Lucas continúa su línea de presentación profética de Jesús, desde el principio
hasta el final de su Evangelio. Jesús es el profeta poderoso en obras y palabras
(Lc 24,19), que con su intervención en la sinagoga de Nazaret asume en sí
mismo la vocación del Tercer Isaías (Is 61,1-2), y universaliza su misión desde
las figuras proféticas de Elías y Eliseo (Lc 4,16-30); tan pronto empezó su
misión profética empezó también su pasión, pues sus vecinos de Nazaret ya
querían tirarlo por el barranco; en la larga sección literaria del viaje a Jerusalén
(Lc 9,51-19,28) Lucas destaca la radicalidad profética de Jesús en la llamada a
la concentración de la vida en el Reino de Dios. El texto de hoy sorprende de
nuevo por su radicalidad extrema. ¿Cómo entender que Jesús no ha venido a
traer la paz, sino la división y particularmente en el seno de la misma familia?
De nuevo hay que entender la ruptura familiar no como un objetivo de la misión
sino como una consecuencia del seguimiento de Jesús en el anuncio y acogida
del Reino de Dios, tal como ocurría en Lc 9,59-62, cuando daba prioridad al
anuncio del Reino por encima del sagrado deber familiar de atender al padre en
sus últimos días hasta enterrarlo. De la misma manera hay que entender la
división que Jesús provoca en el seno de la familia. El seguimiento de Jesús
comporta una decisión personal y una opción radical que afecta incluso a los
vínculos familiares.
El fuego, que Jesús ha encendido ya, es la Pasión por el Reino de Dios y su
justicia, lo cual siempre comporta sufrimiento y persecución. Esta Pasión marca
toda su vida desde el principio en Nazaret hasta la cruz. Jesús, lejos de cualquier
postura neutral, adopta un talante firme y radical de lucha contra la pobreza y la
injusticia, contra la hipocresía y la manipulación de Dios, enseñándonos que
hemos de trabajar con ahínco contra la exclusión y la opresión de los débiles y
de los pobres. De este modo Jesús, profeta, abre el camino de la vida y de la
salvación. Adoptar esta misma postura de Jesús puede complicarnos también la
vida a nosotros y crearnos algunos problemas, pero no tengamos reparo en
hacerlo como profetas de nuestro tiempo, pues aún no hemos llegado a la
sangre en nuestra lucha contra el pecado y contra el mal y lo que nos espera es
la alegría del pionero y paladín de la fe, Jesús.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura