20ª semana del tiempo ordinario. Jueves: Mt 22, 1-14
Nos encontramos en los últimos días de la vida de Jesús. Ahora les quiere decir
claramente a los jefes religiosos de Israel, que ellos habían sido los primeros llamados
al feliz Reino de Dios, pero no habían sido dignos o lo habían rechazado y por eso
llegaba el tiempo de la llamada universal para gozar de los bienes del Reino.
La primera reflexión que podemos hacer es sobre la visión optimista que Jesús nos
da de su Reino: es el reino de la verdadera felicidad. Claro que definitivamente será en
la eternidad; pero ya en esta vida debe manifestarse; aunque a veces por culpa
nuestra se parece más a un funeral que a un banquete. La fiesta más importante que
podía haber en aquel tiempo era el banquete de unas bodas del hijo del rey. Era muy
difícil rechazar una invitación así. Y sin embargo algunos responden a la invitación con
indiferencia y hasta con agresividad. Para unos les interesa más sus propios negocios
y otros se sienten tan molestos por la invitación, que matan a los mensajeros.
Con esta parábola Jesús les indicaba a los jefes religiosos de Israel cuáles habían
sido los planes de Dios para su pueblo y las consecuencias del rechazo. Dios había
enviado a “sus criados”, que eran especialmente los profetas para anunciar la
salvación y las gracias de Dios bondadoso. Pero Israel los había rechazado. Y hasta
habían asesinado a algunos de estos profetas. Pero Dios sigue enviando nuevos
mensajeros de salvación. Al seguir el rechazo, Dios invita a otros pueblos para que
formen el Israel mesiánico, de modo que la “sala celestial” se pueda llenar.
La parábola también se aplica hoy, porque unos no hacen caso, ya que están
demasiado preocupados con los bienes materiales, otros prefieren su modo de vivir la
religión de una manera egoísta y cómoda, participando en los actos religiosos de
forma sólo externa o como arrastras y tristemente. Algunos se sienten tan molestos
con los que predican el bien, que los insultan y llegan hasta la muerte con ellos. Lo
que impide acoger la invitación es la soberbia, la idolatría del poder o el dinero, la
actitud inmoral. Es muy posible que los que nos llamamos mensajeros del Reino no
sepamos exponer bien las dulzuras de ese Reino, no sepamos exponer a los que no
encuentran sentido a esta vida, porque la ven absurda, las excelencias del amor de
Dios, que nos muestra constantemente su misericordia, ya que los acontecimientos de
la vida no suceden por “azar”, sino que todo entra en los proyectos de Dios.
Está acentuado el dato de aquel hombre que está en el banquete sin el vestido
apropiado. La costumbre era que el rey comiera en otra sala, pero en cierto momento
entrara en la sala para saludar a los comensales. Si alguno no tenía un vestido
apropiado se le solía prestar antes de entrar. ¿Por qué aquel hombre no lo tenía?
Podía ser por vagancia o quizá por desprecio, lo cual era un insulto para el rey.
Dios invita a todos al banquete del cielo; pero hay que llevar el traje de fiesta. Es la
vida de la gracia, es la amistad con Jesús, porque no podemos estar eternamente con
Él si no somos sus amigos. Es lo que decía san Pablo de estar “revestidos de Cristo” o
“revestidos del hombre nuevo”. No basta pertenecer a la Iglesia externamente ni
siquiera a una buena asociación, sino estar convertidos, vivir en actitud de fe.
Quizá san Mateo se fija en este dato para indicar que está bien el invitar a todos,
pero sin ser demasiado fácil para aceptar en la asamblea cristiana a cualquiera, pues
puede ser contraproducente. Para nosotros es importante. Es bueno invitar a todos a
la realidad del Reino; pero se necesita una conversión, un cambio de mentalidad, un
corazón misericordioso. Se requiere una actitud coherente con la invitación a la vida
de gracia. Jesús alabó la fe de algunos paganos, como el centurión, la mujer cananea
o el buen samaritano, porque en realidad tenían un vestido de fiesta, lo que no tenían
muchos de los fariseos. Jesús nos espera en la Eucaristía. No es que haya que ser
santos para recibirle, pero sí debemos tener la vida de la gracia.