22ª semana del tiempo ordinario. Lunes: Lc 4, 16-30
Desde hoy, en unas cuantas semanas, en los días entre semana leeremos el
evangelio de san Lucas. Era médico y tenía cierta cultura, lo que hace que sus escritos
tengan un estilo más elegante que el de otros escritores del Nuevo Testamento.
Acompañaba a san Pablo, y al darse cuenta de las diferencias sociales tan grandes, se
fija especialmente en las palabras de Jesús sobre la misericordia, proclamando que
debe existir una sociedad más justa, por medio del amor.
Hoy se nos propone la primera predicación de Jesús en Nazaret. Ya había
enseñado por varias sinagogas y su buena fama corría por toda aquella región. Volvió
a su pueblo, no donde había nacido, sino donde había vivido casi toda su vida y donde
vivía su madre. Como era sábado, fue a la sinagoga. La costumbre era que además de
las oraciones solía haber dos lecturas. La primera era sobre la ley en los primeros
libros de la Biblia. El comentario lo hacía un “doctor de la ley”. Después venía otra
lectura, que solía ser de los profetas, pero el comentario lo podía hacer cualquier
hombre mayor de treinta años. Con más razón si era un visitante y si tenía fama de
hablar, como era el caso de Jesús. Había gran expectación.
Jesús lee una partecita del profeta Isaías. No se sabe si ya estaba reglamentada
esa lectura o fue escogida por Jesús. Lo cierto es que pone interés en leer la parte que
le interesa explicar. Con mucho arte el evangelista pone detalles: enrolló el libro, pues
eran pergaminos, se lo dio al asistente, se sentó y todos tenían fijos los ojos en él. Se
ve que había mucha expectación. En parte sería por la fama y en parte ya por la
manera de leer y lo que escogió y lo que no quiso escoger.
Todos estaban acostumbrados a que la explicación se basase en lo que el profeta
pensaba para su tiempo; pero Jesús lo hace actual y se lo aplica a sí mismo: “Hoy se
cumple esta escritura que acabáis de oír”. Es un esquema de la predicación. Pero tuvo
que ser algo vibrante escuchar las razones de Jesús actualizando la Palabra de Dios.
Lo primero habla del Espíritu de Dios. Si estaba sobre el profeta, si había cubierto a
María y había llenado a otras personas, como Isabel y el anciano Simeón, ¡Cómo sería
en Jesús, que siempre estuvo con El, pero sobre todo fue ungido, hasta rebosar, en el
día del bautismo! Jesús no habla de promesas, sino de realidades: Ha llegado la
verdadera liberación por parte de Dios. Jesús no es como tantos mesías falsos que
prometen felicidad a base de placeres que pasan y dejan vidas rotas quizá desde la
juventud. Jesús nos habla de la liberación del pecado, el odio, la guerra, la violencia,
las injusticias, la opresión. La liberación que predica Jesús es por medio de la
confianza en Dios y la preocupación por el hermano. Si hay amor ayudaremos al pobre
y al encarcelado y al enfermo y a todo necesitado. La obra de liberación por medio de
Jesús se realizaba ya aquel día; pero debe continuar por medio de nosotros. El
mensaje de Jesús continúa hoy y quizá en nosotros mismos, porque nosotros mismos
estamos a veces ciegos en el espíritu, somos cautivos de nuestra soberbia y debemos
ser pobres de espíritu para ser aptos para escuchar con fruto la palabra de Dios.
Jesús hablaba de esperanza, de salvación, como si todos los días fueran años de
gracia. Esas palabras del profeta eran el resumen de la acción misionera de Jesús.
Las palabras de Jesús suscitaron admiración y hasta entusiasmo en algunos; pero
pronto salieron a relucir los envidiosos que decían: “¿No es éste el hijo de José?”
¿Cómo vamos a seguir a uno de los nuestros? Y la envidia suele llegar más lejos,
hasta el odio, hasta querer matar a Jesús. Con este propósito le llevaron hasta un
barranco fuera del pueblo.
Quizá se debía este odio al hecho de haber resaltado la bondad de Dios sobre
algunos paganos. Esta mezcla de entusiasmo y de odio seguirá hacia la Iglesia, que se
mantendrá firme, gracias al poder del Espíritu.