Domingo XXIII del TO/C
Preferir a Jesús por encima de todo
Una de las cosas que separa al cristianismo de cualquier ideología es la adhesión a
la persona de Jesucristo, prefiriéndola a cualquier otra criatura, incluso a la propia
vida. Mientras los que siguen la doctrina de Aristóteles, Kant, Hegel, o cualquier
otro pensador, la persona de éste no interesa, o interesa en la medida en que
pueda ayudar a una mejor comprensión de sus propuestas, en el cristianismo la
persona de Jesucristo es lo nuclear, la verdad, el camino, la vida (Cf Jn 14,6). Dios
ha salido al encuentro del hombre para establecer una alianza con él. Dios busca un
trato de corazón a corazón. Seguir a Jesús implica radicalidad. Jesús es un Señor
incompatible con otros señores. El Señor, pues, formula tres exigencias para los
que quieran seguirlo:
1ª Exigencia: “el que no me prefiera más que a su padre y a su madre, a su mujer
y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, a su propia vida, no puede ser
discípulo mío” (Lc. 14, 26)
A primera vista parece ser una exigencia un poco oscura. Porque Dios mismo nos
puso en el corazón el amor natural a los padres, a los hijos, a los seres queridos. Y
todos sabemos y experimentamos de forma positiva o negativa cuán decisivo es el
ambiente de la familia natural en el éxito o fracaso de la vida humana.
Pero Jesús no se pronuncia contra este natural amor familiar. Pone en claro el
criterio, cuando se trata de jerarquizar el amor y sus exigencias: Dios está por
encima de todo. Las exigencias más nobles del amor humano pasan al segundo
plano, cuando Cristo se hace presente con sus exigencias.
San Benito, que había entendido este pasaje del Evangelio, propone “no anteponer
absolutamente nada al amor por Cristo”. En definitiva, el amor por Cristo no
excluye los otros amores –familia, bienes, sí mismo- sino que los ordena.
Solamente en Él cada genuino amor encuentra su fundamento y su apoyo y la
gracia necesaria para ser vivido hasta el fondo. Por ejemplo, los esposos, en su
amor, estarán subordinados y guiados por el amor que Cristo ha tenido hacia su
esposa, la Iglesia.
También María y José tuvieron que experimentar esta contradicción. Fue cuando
Jesús, a la edad de 12 años, por voluntad del Padre celestial se quedó en el templo,
a pesar de ser buscado desesperadamente por sus padres.
2ª Exigencia: “Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío”.
Prueba de que amamos a Jesús es cargar con su cruz. Cargar la propia cruz no
significa ir en busca de sufrimientos. Ni siquiera Jesús ha ido a buscarse su cruz; ha
tomado sobre sí, en obediencia a la voluntad del Padre, la que los hombres le
pusieron sobre sus espaldas y la ha transformado con su amor obediente de
instrumento de suplicio en signo de redención y de gloria.
Jesús no ha venido a agrandar las cruces humanas sino, más bien, a darles un
sentido a ellas. Tomás de Kempis ha dicho que “quien busca a Jesús sin la cruz,
encontrará la cruz sin Jesús”; esto es, sin la fuerza para llevarla. “Si llevas
voluntariamente la cruz, ella te llevará a ti y te conducirá al deseado fin, donde el
sufrimiento tendrá fin. Si la llevas a la fuerza, te creas un peso que te pesará siem-
pre cada vez más. Si echas fuera una cruz, seguramente, encontrarás otra y
posiblemente más pesada… Cargar la cruz es amar a Dios sobre todo y hacer
siempre su santa voluntad.
3ª Exigencia: “El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío”.
Para llegar al final, al Cielo, Dios nos dice cuál es el cálculo que tenemos que hacer:
saber que tenemos que renunciar a todo. Él, que es “Todo”, quiere “todo”. Y lo
quiere, porque sabe que eso que consideramos nosotros nuestro “todo” realmente
no es “nada”.
Jesús no ilusiona, ni desilusiona a nadie; lo pide todo porque quiere darlo todo,
porque es Dios; es más, ya lo ha dado todo: “Cristo nos amó y se entregó por
nosotros como oblación y víctima de suave aroma” (Efesios 5, 2). Un día la Beata
Ángela de Foligno, joven, bella, acomodada y viuda, meditaba sobre la pasión del
Salvador en una iglesia, cuando, de improviso, sintió resonar en su mente con gran
fuerza estas palabras: “¡No te he amado de broma!” Empezó a llorar porque de
golpe se dio cuenta que su amor para con Jesús no había sido, hasta entonces,
precisamente, más que “una broma”, en comparación con el de Cristo para con ella.
Pidámosle a la Virgen María que nos dé sabiduría y fuerza para seguir fielmente a
su Hijo, por los caminos que Él quiere llevarnos. Y que Ella sea la gran estrella en
nuestro caminar, tras de las huellas del Señor.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)